Del evangelio que hoy nos presenta la
Iglesia, se desprenden dos posibles
temas para nuestra consideración: el primero sale como al paso y es el
de la higuera que no tenía fruto y que Jesús "maldijo", y el segundo
la expulsión de los vendedores del Templo.
Me gustaría fijarme en el primero, sin olvidar el segundo, pues podemos sacar alguna aplicación práctica
para nuestra vida cristiana.
Las higueras eran parte de la economía
familiar en Israel. Era fácil la conservación de
los higos debido a su alto nivel de azúcar. Las cosechas de higos se guardaban
durante mucho tiempo en la forma de higos secos. Se cosechaba dos veces al año,
a finales de la primavera y al comienzo del otoño, pero el árbol necesita tres
años para dar fruto luego de plantarse.
Algunos comentaristas del evangelio
hacen un paralelismo entre el hecho de la higuera y la limpieza del Templo. El templo era el lugar de oración por excelencia para un judío, pero
la verdadera adoración había desaparecido, era como una vida religiosa sin
fruto. Jesús manifestó su enojo por ello, y lo mismo hizo con la higuera al
pasar junto a ella y encontrarla frondosa pero sin fruto.
¿Qué tiempo llevamos plantados en la
Iglesia?
¿Cuántas cosechas hemos dado ya…?
¿Podemos decir que nuestro fruto es
abundante...?
¿Qué impresión nos queda, cuando alguien
se acerca a nosotros y se marcha con las manos, el alma o el corazón vacíos...?
¿Nos inquieta..., nos preocupa…? ¿Nos
parece normal…?
Hoy puede ser un buen momento para que
hagamos una revisión de vida, y descubramos
si somos hombres o mujeres con fruto... El dar o no dar fruto en nuestra vida
no es un hecho aleatorio o fortuito, sino necesario y conveniente. Pensemos lo
que puede depender de ello, y las consecuencias que puede traer consigo...