Comenzamos
hoy la oración serenando el corazón, poniéndonos en presencia de Dios y siendo
conscientes de a qué hemos venido. Venimos a orar, a amar, a “tratar […] con
Quien sabemos nos ama”, dejémonos empapar de su Presencia.
Hoy es lunes. Menuda obviedad, dirán
algunos, y razón no les falta. Pero obvio o no, es lunes, comenzamos la semana.
Iniciamos nuestra andadura todavía con el eco del Evangelio del domingo
resonando en el corazón, pues nuestra semana debe comenzar y terminar en el
domingo: “Venid y lo veréis”. Y siendo lunes, comenzando nuestra labor
santificadora en el mundo, el Señor nos sorprende (porque Dios siempre
sorprende) con un evangelio que debería desconcertarnos, aunque estemos
acostumbrados a oírlo.
¿Por qué Jesús critica el ayuno de
los fariseos? ¿No es acaso una cosa buena y santa que hacemos todavía hoy para
mortificarnos? Pues sí, el ayuno es bueno, siempre que sea un medio para
alcanzar la santidad. Y eso es justo lo que Jesús critica: que los fariseos
hayan convertido el medio (el ayuno) en un fin (la ley por la ley).
¡Cuántas veces no cometemos nosotros
el mismo error convirtiendo nuestras rutinas en preceptos! Cuando acudimos a la
oración, por ejemplo, a veces podemos caer en la tentación de convertir el
medio en fin. Y me explico. El medio es la cercanía con Dios, la consolación
que, a veces, Dios nos regala para poder acercar nuestra alma un poco más a su
Intimidad. Y el hombre, sentimental e imperfecto, a veces convierte ese medio
(que es un regalo, pura gracia, sólo don) en un fin. Y es entonces cuando uno
acude a la oración en busca de paz, de gozo, de consolación
para sus penas. ¡No es que hacer oración sea algo malo! Lo que es malo es
convertir el medio en fin, totalizar las cosas.
La oración es un acto de amor y, por
tanto, un ejercicio firme de la voluntad personal que se acerca, de rodillas y
suplicando, al que es el Amor con mayúsculas. Es un corazón que, sabiéndose
humano, se configura con el corazón de Cristo cada día un poquito más. Y que es
un hecho siempre original, nuevo, refrescante para el alma. Por eso cada uno se
relaciona con Dios de una forma nueva y única, porque el amor de Dios a cada
hombre es único. Y así se entiende que “nadie echa vino nuevo en odres
viejos; porque revienta los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino
nuevo, odres nuevos”.
El corazón del hombre es un odre,
nuevo y único, que se acerca, pequeño y humilde, a recibir el vino de la Gracia
para poder llevarlo al mundo. Cada odre acoge el vino nuevo, la forma única y
especial que tiene Dios de amar a cada ser humano que olla esta tierra, y lo
guarda con cariño y de ese vino vive y bebe él y los que le rodean.
Configurémonos con Cristo hoy.
Dejemos que su corazón, siempre lleno de Amor, nos empape. Y, guiados por el
Evangelio, entreguémonos a compartir este rato de Gracia “con quien sabemos
nos ama”.