Jesús se dirigió a su ciudad…
Jesús de Nazaret ha iniciado su vida
pública, su magisterio y sus milagros y toda Galilea está conmocionada. Algo
sin precedentes ha irrumpido: ¡El reino de Dios! Pero el reino que Jesús
inaugura desconcierta: Se muestra al mismo tiempo grandioso (¡como tiene que
ser!) y humilde (¡no puede ser!).
Es la historia de la Iglesia y de mi
vida cristiana, siempre. Hay una fuerza de Dios, que no es nuestra y nos
sostiene, y al mismo tiempo sigue la lucha, que nos exige el esfuerzo y la
paciencia.
Y ahora contemplamos a Jesús volver a
su pueblo, a Nazaret. El contraste se acentúa hasta el extremo.
La expectación es máxima, pero el
resultado final es pobre (“no pudo hacer allí ningún milagro”). La multitud de
sus vecinos “se preguntaba asombrada”, pero Jesús “se extrañó de su falta de
fe”. Ellos se escandalizaban de que un vecino cualquiera, del que conocían toda
la parentela, tuviera “esa sabiduría” y “esos milagros”, pero Jesús se muestra
seguro y provocador: “No desprecian a un profeta más que en su tierra y en su
casa”.
Hay que reconocer que esta secuencia
del evangelio nos resulta cuando menos desagradable. Y lo es porque también a
nosotros nos asusta la ignorancia y el desprecio por parte de los más cercanos.
Jesús nos enseña la serenidad y la coherencia ante las situaciones de crítica o
de silencio incómodo por parte de los que nos rodean. Y como es ley de la
encarnación que todo lo que Jesús ha asumido, ha quedado redimido, debemos
gloriarnos cuando participamos de esta cruz de Cristo: La indiferencia de los
compañeros y familiares, la falta de fruto de nuestra presencia entre ellos.
¿Cómo vivió María esta escena de
Nazaret? ¿Podemos imaginar el recelo y la agresividad disimulada de tantas
miradas y susurros entrecortados hacia la mujer silenciosa, madre del profeta
fracasado? Jesús abandonó Nazaret para seguir su misión. Ella permanece entre
sus parientes, disponible y servicial como siempre, aguantando el tipo en medio
de un pueblo agitado.
Que la Virgen nos comunique su fuerza
para perseverar en las luchas que nuestra vocación a la santidad nos exija.