Oración preparatoria:
Señor, que todas mis intenciones,
acciones y operaciones sean puramente ordenadas en tu servicio y alabanza.
Las lecturas de hoy se pueden leer en
continuidad y contraste salvífico. Son tres momentos en esta historia de
salvación:
Primer tiempo: el pecado
La historia que nos narra el final de
Absalón es una consecuencia más de la trama de pecado en que había caído David
y todo su reino. Joab, el que mata a Absalón, es el mismo que David había
asociado en el asesinato de Urías. La tristeza y casi la desesperación se
adueñan de David. Son las “redes y cadenas” de la pesada urdimbre del pecado
que nos aprisiona.
Segundo tiempo: la oración de súplica
El salmo expresa la súplica del
pecador. Es la expresión del hombre que sabe que no puede nada sin la ayuda del
Señor. No hay salvación sin un Salvador. Y por eso la única actitud válida es
la del suplicante: Inclina tu oído, Señor, escúchame.
Aunque en un primer momento puede
nacer desde la desesperación, las expresiones del salmo muestran ya una fe del
que confía en el Señor: Porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en
misericordia con los que te invocan.
Tercer tiempo: la salvación del Señor
El que suplica y el que tiene fe: son
dos actitudes que vamos a ver en el evangelio de hoy.
La súplica la vemos en Jairo, el jefe
de la sinagoga: se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en
las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva».
Y la fe la vemos en la mujer con
flujo de sangre. Así lo confirma Jesús después del milagro: «Hija, tu fe te ha
salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad».
La fe confiada es la que pide Jesús a
Jairo cuando vienen con la noticia de que su hija ya ha muerto: «No temas;
basta que tengas fe».
Este es el impedimento que ponemos
muchas veces a la gracia del Señor: no nos fiamos de Él, nos falta fe. Creemos
hasta cierto punto, hasta el límite de lo que nos parece razonable. Pero el
Señor nos pide más.
«¿Qué estrépito y qué lloros son
éstos? La niña no está muerta, está dormida». Se reían de él. ¡Cuántas veces me
pasa esto a mí! No me creo que el Señor sea capaz de perdonarme, de rescatarme
del abismo del pecado y de la muerte.
Pero el Señor es omnipotente y
misericordioso.
Entró donde estaba la niña, la cogió
de la mano y le dijo: «Talitha qumi».
Y se hizo la luz.
Esa resurrección es la misma que
ocurre en mi vida cada vez que me confieso, pido perdón al Señor, me arrepiento
de mis pecados, y recibo su misericordia.
«Talitha qumi». Terminemos nuestra
oración saboreando estas palabras, que van dirigidas a nuestro corazón.