30 enero 2018. Martes de la IV semana del Tiempo Ordinario – Puntos de oración

Oración preparatoria:
Señor, que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en tu servicio y alabanza.
Las lecturas de hoy se pueden leer en continuidad y contraste salvífico. Son tres momentos en esta historia de salvación:
Primer tiempo: el pecado
La historia que nos narra el final de Absalón es una consecuencia más de la trama de pecado en que había caído David y todo su reino. Joab, el que mata a Absalón, es el mismo que David había asociado en el asesinato de Urías. La tristeza y casi la desesperación se adueñan de David. Son las “redes y cadenas” de la pesada urdimbre del pecado que nos aprisiona.
Segundo tiempo: la oración de súplica
El salmo expresa la súplica del pecador. Es la expresión del hombre que sabe que no puede nada sin la ayuda del Señor. No hay salvación sin un Salvador. Y por eso la única actitud válida es la del suplicante: Inclina tu oído, Señor, escúchame.
Aunque en un primer momento puede nacer desde la desesperación, las expresiones del salmo muestran ya una fe del que confía en el Señor: Porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan.
Tercer tiempo: la salvación del Señor
El que suplica y el que tiene fe: son dos actitudes que vamos a ver en el evangelio de hoy.
La súplica la vemos en Jairo, el jefe de la sinagoga: se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva».
Y la fe la vemos en la mujer con flujo de sangre. Así lo confirma Jesús después del milagro: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad».
La fe confiada es la que pide Jesús a Jairo cuando vienen con la noticia de que su hija ya ha muerto: «No temas; basta que tengas fe».
Este es el impedimento que ponemos muchas veces a la gracia del Señor: no nos fiamos de Él, nos falta fe. Creemos hasta cierto punto, hasta el límite de lo que nos parece razonable. Pero el Señor nos pide más.
«¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida». Se reían de él. ¡Cuántas veces me pasa esto a mí! No me creo que el Señor sea capaz de perdonarme, de rescatarme del abismo del pecado y de la muerte.
Pero el Señor es omnipotente y misericordioso.
Entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi».
Y se hizo la luz.
Esa resurrección es la misma que ocurre en mi vida cada vez que me confieso, pido perdón al Señor, me arrepiento de mis pecados, y recibo su misericordia.


«Talitha qumi». Terminemos nuestra oración saboreando estas palabras, que van dirigidas a nuestro corazón.

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