Llega la hora en que Jesús debe comenzar
su vida pública, y dejando Nazaret se encamina hacia el Jordán...
Juan anuncia: "Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo, y
no merezco agacharme para desatarle la correo de sus sandalias..." Y
este Jesús que viene, y al que Juan anuncia, se presenta con tal ejemplo de
humildad, que el mismo Juan se queda anonadado...
¡Cómo confundes mi soberbia, Señor...! ¡Tú, quieres ser tenido por pecador, sin
serlo; y yo que soy pecador, suspiro por ser tenido por justo, sin serlo...!
¡Nada tiene de extraño que al reconocerle Juan, lleno de admiración y de pasmo
ante tanta humillación, rehusara bautizarle, diciendo: "Yo, Señor,
debo ser bautizado por Ti, y Tu vienes a ser bautizado por mí…?
Hoy es un día, para que nosotros sintamos lo mismo cuando nos acerquemos a
comulgar..., y ojalá que también escuchemos: "Déjame hacer ahora,
que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia." (Mt.2,15).
En humillándonos y obedeciendo podemos resumir toda la santidad... Con estas
dos virtudes cumplimos toda justicia para con Dios, para con nosotros y para
con el prójimo...
Así lo entendió Juan, pues al punto, rindiendo su juicio y voluntad propia,
bautizó a Jesús, y el Señor se dejó bautizar por él....
Y viendo el Padre de los Cielos tan humillado a su Hijo, se tuvo por obligado a
honrarle y a autorizarle, enviando al Espíritu Santo en figura de paloma... Y
no contento con esto, se escuchó su voz que decía: «Tú eres mi
Hijo, el amado; en ti me complazco».
¡Quien pudiera escuchar estas palabras del Padre en algún momento de nuestra
vida...! ¡Cuánto daríamos por escucharlas y porque reposaran en nosotros...!
¡Hijo, Amado, complacido...! ¡Jesús nos lo ha alcanzado, y ahora quiere
revivirlo en nosotros con la misma plenitud con que se dio en El... solo
necesita que tú le dejes...!