Lectura del segundo libro de Samuel
(18,9-10. 14b. 24-25a. 30-19, 3)
En aquellos días, Absalón se encontró
frente a los hombres de David. Montaba un mulo y, al pasar el mulo bajo el
ramaje de una gran encina, la cabeza se le enganchó en la encina y quedó
colgando entre el cielo y la tierra, mientras el mulo que montaba siguió
adelante. Alguien lo vio y avisó a Joab: «He visto a Absalón colgado de una
encina». Cogiendo Joab tres venablos en la mano y los clavó en el corazón a
Absalón. David estaba sentado entre las dos puertas. El vigía subió a la
terraza del portón, sobre la muralla. Alzó los ojos y vio que un hombre venía
corriendo en solitario. El vigía gritó para anunciárselo al rey. El rey dijo:
«Si es uno solo, trae buenas noticias en su boca». Cuando llegó el cusita,
dijo: «Reciba una buena noticia el rey, mi señor: El Señor te ha hecho justicia
hoy, librándote de la mano de todos los que se levantaron contra ti». El rey
preguntó: «¿Se encuentra bien el muchacho Absalón?». El cusita respondió: «Que
a los enemigos de mi señor, y a todos los que se han levantado contra ti para
hacerte mal les ocurra como al muchacho» Entonces el rey se estremeció. Subió a
la habitación superior del portón y se puso a llorar. Decía al subir: «¡Hijo
mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera haber muerto en tu
lugar! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío!». Avisaron a Joab: «El rey llora y hace
duelo por Absalón». Así, la victoria de aquel día se convirtió en duelo para
todo el pueblo, al decir que el rey estaba apenado por su hijo.
Salmo
responsorial (Sal 85, 1-2. 3-4. 5-6)
R. Inclina tu oído, Señor, escúchame.
R. Inclina tu oído, Señor, escúchame.
Inclina tu oído, Señor, escúchame, que
soy un pobre desamparado;
protege mi vida, que soy un fiel tuyo; salva, Dios mío, a tu siervo, que confía en ti. R.
protege mi vida, que soy un fiel tuyo; salva, Dios mío, a tu siervo, que confía en ti. R.
Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy
llamando todo el día;
alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia ti, Señor. R.
alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia ti, Señor. R.
Porque tú, Señor, eres bueno y
clemente, rico en misericordia con los que te invocan.
Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica. R.
Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica. R.
Lectura del
santo evangelio según san Marcos (5, 21-43)
En aquel tiempo, Jesús atravesó de
nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se
quedó junto al mar. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y,
al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las
últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva». Se fue con
él, y lo seguía mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía
flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos
y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había
puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le
tocó el manto, pensando: «Con sólo tocarle el vestido curaré». Inmediatamente
se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado.
Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de
la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?». Los discípulos le
contestaban: «Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: "¿Quién me ha
tocado?"». Él seguía mirando alrededor, para ver quién había hecho esto.
La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había
ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Él le dice: «Hija,
tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad». Todavía
estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:
«Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?». Jesús alcanzó a oír
lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas
fe». No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el
hermano de Santiago. Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el
alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les
dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está
dormida». Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la
madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la
mano y le dijo: «Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña,
levántate»). La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años.
Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. Les insistió en que nadie se
enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.