Es domingo, el Día del Señor: la luz
de Cristo resucitado ilumina nuestras vidas. Él es el vencedor de la muerte y
del pecado. Comenzamos nuestra oración proclamando la victoria de la Vida con
esperanza, pues Cristo ha triunfado para coronarnos a nosotros: “¡Rey vencedor,
apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa!”.
Estos domingos de noviembre, últimos
del año litúrgico, nos sitúan ante las consecuencias de nuestra fe para el más
allá de la muerte y edifican así nuestra esperanza. Vivimos mejor nuestra vida
teniendo presente la meta que nos espera y a la que caminamos. En la segunda
lectura se nos dice que” el destino de los hombres es morir una sola vez; y
después de la muerte, el juicio”. Sin duda que estas palabras tenían que sonar
a nuevas en aquel tiempo en que se aceptaba la reencarnación y, por tanto, que
el hombre nacía y moría muchas veces hasta que se liberaba del cuerpo y de este
mundo material. Pero la fe cristiana tiene su centro en Jesucristo, y lo que a
Él le ha sucedido, es nuestro propio destino: la resurrección de la carne.
Meditemos estas palabras de la carta a los hebreos, dando gracias porque el
Señor ha iluminado con su muerte y resurrección el misterio de nuestro destino:
“Él se ha manifestado una sola vez,
al final de los tiempos, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.
Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez; y después de la
muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ofreció una sola vez para
quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al
pecado, para salvar a los que lo esperan”.
Digamos con fe y esperanza en la
Eucaristía de hoy: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección: ¡Ven,
Señor Jesús!”
La esperanza en la vida eterna es luz
para el presente: ¿Cómo vivir nuestra peregrinación en esta vida? ¿Dónde poner
el corazón? Dos viudas de la Sagrada Escritura nos enseñan este domingo a vivir
conforme al don que hemos recibido: una aparece en el Primer libro de los
Reyes, la otra en el evangelio de san Marcos. Ambas son muy pobres y demuestran
una gran fe en Dios. Esa fe se muestra en dos cosas:
- construyen su vida sobre la fe en Dios en quien confían
totalmente. Son pobres de espíritu y se fían de la Palabra de Dios. No tienen
apoyos terrenos, solo tienen a Dios como seguro de vida.
- Las dos demuestran su fe realizando un gesto de caridad:
una hacia el profeta y la otra dando una limosna. Nos enseñan que la fe actúa
por el amor, no se queda sin obras. Hasta el más pobre puede dar y su caridad
es preciosa a los ojos de Dios.
La Palabra de Dios no sirve de examen
en este día, examen sobre nuestra fe: ¿Es Dios el fundamento de mi vida? ¿Soy
desprendido de lo terreno y comparto lo que tengo y soy con quien lo necesita?
¿Doy de lo que me sobra o me doy a mí mismo sacrificando mi comodidad y mi
egoísmo para darme e los demás?
La esperanza en la vida eterna, en la
manifestación gloriosa de Jesucristo al final de los tiempos, ha de ayudarnos a
valorar qué es lo que quedará de lo que hayamos hecho: solo el amor. “Lo que no
se da, se pierde”. Meditemos, para concluir, estas palabras de San León Magno:
“Sobre la balanza de la justicia
divina no se pesa la cantidad de los dones, sino el peso de los corazones. La
viuda del Evangelio depositó en el tesoro del templo dos monedas de poco valor
y superó los dones de todos los ricos. Ningún gesto de bondad carece de sentido
delante de Dios, ninguna misericordia permanece sin fruto”.
¡Feliz día del Señor!