Cada vez que acudimos a la oración
acudimos al encuentro del Señor, que es la fuente inagotable de toda gracia, de
todo bien, de toda verdad, de todo consuelo, de toda esperanza.
Entrar en la oración es ponerse en
apertura total, sin condiciones, como María la Virgen Inmaculada en Nazaret,
ante la acción del Espíritu de Dios, del Espíritu Santo. ¡Apertura total a sus
dones!
Nuestra vida se vuelve espiritual cuando
el don lo acogemos constantemente. Acoger el don es la clave de nuestra vida de
fe, de nuestra vida espiritual y, en consecuencia, de nuestra vida apostólica.
Toda nuestra vida es don recibido. Con
la acción del espíritu Santo nos convertimos cada uno, incluso a pesar de
nuestras debilidades, en don. Don que debe ser entregado, ofrecido
gratuitamente, con todo amor.
Entregado del todo, como la viuda pobre
que entregó todo lo que tenía, aparentemente poco, pero dio más que nadie.
Mirando a María somos invitados a darnos
del todo. Dar nuestra propia persona, nuestro ser, no sólo cosas, tiempo
cualidades…
Es una invitación a la totalidad del
don. Es una actitud permanente por la que la bendición, el don de Dios
recibido, lo ponemos de todo corazón a disposición del otro, del cercano
especialmente, del prójimo y de Dios.
Darse es el camino que hay que recorrer
para subir al monte del Señor. Darse es el camino de la alegría plena. María se
alegra plenamente porque ella se convierte en don, porque ella ofrece siempre
el don que ha recibido, ofrece siempre a Cristo Jesús y, además, se ofrece con
El.
Vivir iluminados por Cristo, el Señor,
que es el gran don, es llevar su nombre no sólo en la frente sino en el alma,
en el corazón, en lo pequeño de cada día haciéndole presente. Siendo presencia
suya. Haciendo de la propia vida un cántico nuevo.
María, Madre nuestra, ayúdanos a recibir
el don, a convertirnos en don, a ofrecerlo siempre sin descanso. María
Inmaculada, enséñanos a desaparecer amando.