Las lecturas de este domingo nos
orientan hacia la vida eterna. Estamos al final del año litúrgico y nuestro
corazón ha de llenarse de la esperanza cristiana: llegará un día en que el
Señor vendrá por nosotros para darnos el mayor regalo, hacernos como Él,
purificar nuestro corazón hasta hacerle capaz de amar cómo Él ama. Eso es el
Cielo. O, como dice el salmo: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa”,
“me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu semblante”, por
eso, ya ahora, “se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne
descansa serena”. La esperanza cristiana es alegría. A pesar de las
dificultades y tribulaciones que nos anuncian el libro de Daniel y Jesús en el
Evangelio, nada han de temer sus elegidos.
Quizá hoy parece que se cumplen
muchas de esas señales: gran angustia de los hombres, la luz del sol en
tinieblas (cuántas mentes cegadas por los errores contemporáneos: comunismo,
ideología de género, capitalismo, consumismo, etc.), el tambalearse de las
estrellas y los astros (las grandes certezas de la vida: la familia, el
trabajo, el cuestionamiento de la autoridad de la Iglesia, el desprestigio de
la política, la incertidumbre ante los cambios que vendrán, etc.). No sabemos
si el final está cerca o si queda mucho tiempo, pero todo nos invita a confiar
en el Señor, a reorientar toda nuestra vida hacia Él para estar preparados para
su venida y para ser testimonio suyo en medio de los retos que nuestro tiempo
nos presenta.