Nos ponemos en la presencia del
Señor. Si tienes la suerte de estar en una capilla con la presencia de Jesús en
el sagrario, fíjate en él, salúdale con cariño. Lleva toda la noche esperando
este encuentro contigo. Si no estás en una capilla, cierra los ojos y
concéntrate en hacer un acto de amor lo más puro que seas capaz.
Hoy las lecturas de la misa nos
ayudan a sentirnos como esa oveja perdida del Evangelio. En la primera lectura
Pablo siente la necesidad de recordarnos la primacía de Cristo sobre la Ley
Mosaica y lo dice sin miedo, sabiendo que así se ganaba numerosos enemigos.
San Pablo es la oveja perdida más
buscada por el Señor. Los primeros cristianos, incluso los apóstoles recelaban
de la conversión de san Pablo y dudaban de su sinceridad; sin embargo, el Señor
siempre confió en él. Las cualidades de Pablo eran únicas y Dios las quería
poner al servicio del Evangelio. Les llamaba la atención a los primeros
compañeros de Ignacio en París el enorme interés que ponía en la conquista de
Javier. Ignacio les respondía si conquisto a Javier, Javier me conquistará un
imperio.
El amor que Jesús expresa por las
ovejas descarriadas siempre ha sorprendido a las almas pusilánimes. Y es que
Dios no se deja ganar en generosidad y en amar. No quiero enmendar a Ignacio
cuando en el principio y fundamento de sus ejercicios nos dice:
“El hombre es criado para alabar,
hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su
ánima…” [EE 23]
Es decir que es creado para amar a
Dios en definitiva. Yo añadiría que es creado para ser amado por Dios. Por eso
en este rato de oración, déjate amar por Dios y alégrate de sentirlo.
Carlos de Foucauld es otra de las
ovejas descarriadas de nuestro tiempo; escucha lo que nos dice esta mañana:
“Me alejaba, me alejaba cada
vez más, mi Señor y mi vida, y mi vida comenzaba a ser una muerte, o mejor aún,
era ya una muerte a vuestros ojos. Y todavía en este estado de muerte Vos me
conservabais. Yo hacía el mal, pero no lo aprobaba ni me gustaba. Vos me
disteis esa vaga inquietud de una conciencia que, a pesar de estar adormecida,
no estaba del todo muerta. Jamás he sentido esta misma tristeza, este malestar,
esta inquietud de entonces. Dios mío, era, sin duda, un don vuestro; ¡qué lejos
estaba de sospecharlo! ¡Oh, Dios mío, cómo teníais vuestra mano sobre mí, y qué
poco la sentía yo! ¡Cómo me habéis guardado! ¡Cómo me cobijabais bajo vuestras
alas cuando yo ni tan solo creía en vuestra existencia! Y mientras así me
guardabais, pasaba el tiempo, y juzgasteis que se acercaba el momento oportuno
de hacerme entrar en el redil”.
Madre, ayúdame tú a dejarme coger por Jesús y ponerme sobre sus hombros.
Desde esa atalaya podré mirar el mundo de otra forma: más humilde y más
sencilla.