Que el Señor sabe todo lo que necesitamos no hay duda.
Es Omnisciente, lo sabe todo y lo entiende todo, y se acuerda de todo. Cuando
nos hizo a imagen y semejanza suya, en esto o bien se equivocó o es que nos
viene bien no saberlo todo, ni entenderlo todo ni acordarnos de todo… (en fin,
este es otro tema). Y, sin embargo, quiere que le pidamos todo como si no lo
supiera.
¿Por qué haces esto Señor? ¡Te pido, Señor, que me
expliques por qué hay que pedirte!
Yo creo que es un problema de confianza. Si uno se lo
gestiona todo a sí mismo se convierte en un independiente, egoísta y soberbio;
y acaba creyendo que no necesita a nadie en la tierra y por supuesto tampoco en
el cielo. Pero el que no tiene más remedio que pedir se hace humilde, busca y
descubre el amor que los demás le tienen y, sobre todo, descubre que necesitar
de Dios es la mejor forma de ser libre de verdad. Rézalo, ya verás como tengo
razón. Además, al buscar a Dios, él que se hace el encontradizo, nos encuentra
primero. Y llamar y clamar a Dios hace que se abran nuestros oídos para
escuchar lo que el mismo Dios a quien llamamos nos dice.
Pedir para ser
humilde. Buscar para ser encontrado. Llamar para
ser escuchado.
El salmista lo tenía claro, y se marcó un salmo de
auténtica noticia verdadera y buena: Cuando te invoqué me escuchaste,
Señor… E inmediatamente pasa a dar gracias a Dios por lo que ha recibido.
Nuestra oración ha de ser así. Antes de pedir, dar gracias a Dios porque ya nos
ha concedido lo mejor. Jesús rezaba así: «Padre, te doy gracias porque me
has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que
me rodea, para que crean que tú me has enviado». O sea, que Jesús
pidiendo, ya sabe que está conseguido antes de que ocurra la resurrección de
Lázaro.
La reina Ester, a la que descubrimos en la primera
lectura, hace una preciosa petición que bien podríamos repetir varias veces
durante este día: Líbranos de la mano de nuestros enemigos, cambia nuestro
luto en gozo y nuestros sufrimientos en salvación.