Las lecturas de hoy son una llamada a la
confianza. Busquemos un rato tranquilo, un lugar solitario, elevemos el corazón
al Señor y, tras ofrecerle nuestra vida y todo este día, dejemos que la Palabra
de Dios vaya calando en nuestro corazón.
Empecemos por la lectura del libro del
Eclesiástico. Va recordando, uno tras otro, todos los dones que hemos recibido
de Dios, que son un reflejo de él mismo, pues estamos hechos a su imagen y
semejanza.
En medio de esa descripción recalca un
don especial: “les concedió gloriarse por siempre de sus maravillas. Por eso
alabarán su santo nombre, para contar la grandeza de sus obras”.
Nos da una pista para comenzar nuestra
oración: gloriarnos de las maravillas de Dios, alabar su nombre, contar
(cantar) la grandeza de sus obras. Dedicar un buen rato a la oración de
alabanza.
Nos encontramos después con el Salmo
102, que es un canto a la misericordia de Dios. El Señor, que nos llena con sus
dones, nos los regala por puro amor, sin ningún merecimiento por nuestra parte,
porque él quiere. Siente ternura por nosotros. Nos conoce, conoce de qué barro
estamos hechos, y confía en nosotros, nos regala su amor.
Pero nos pone una condición: guardar sus
mandatos, temerlo, guardar la alianza. Podríamos preguntarnos: ¿Cuáles son esos
mandatos? ¿En qué consiste su alianza con nosotros? ¿Es como un gran señor que
nos quiere ver postrados a sus pies, día y noche? No van por ahí los tiros, y
en el evangelio lo deja muy claro. El mandato del Señor es claro: hacernos como
niños, recibir el reino de Dios como un niño, dejarnos coger en sus brazos, y
ayudar a otros a acercarse así al Dios de la misericordia.
Así lo hizo María. Podemos acogernos a ella en nuestra oración de hoy y
pedirle que nos haga pequeños, como niñitos, tan pequeños que quepamos en su
corazón. Que nunca nos creamos “personitas”, que aceptemos nuestra condición de
criaturas, que volquemos en él nuestras miserias, que confiemos de verdad en
que nos basta su gracia. Es él el que quiere hacer en nosotros la obra buena.
Dejarle hacer.