CATEQUESIS DE JUAN PABLO II – El cántico
del Benedictus (Lc 1, 68-79) [Audiencia general del Miércoles 1 de
octubre de 2003]
1. Habiendo llegado al final del
largo itinerario de los salmos y de los cánticos de la Liturgia de Laudes,
queremos detenernos en la oración que, cada mañana, marca el momento orante de
la alabanza. Se trata del Benedictus, el cántico entonado por el padre de san
Juan Bautista, Zacarías, cuando el nacimiento de ese hijo cambió su vida,
disipando la duda por la que se había quedado mudo, un castigo significativo
por su falta de fe y de alabanza. Ahora, en cambio, Zacarías puede
celebrar a Dios que salva, y lo hace con este himno, recogido por el
evangelista san Lucas en una forma que ciertamente refleja su uso litúrgico en
el seno de la comunidad cristiana de los orígenes (cf. Lc 1,68-79).
El mismo evangelista lo define como un
canto profético, surgido del soplo del Espíritu Santo (cf. Lc 1,67). En efecto, nos hallamos ante una bendición que
proclama las acciones salvíficas y la liberación ofrecida por el Señor a su
pueblo. Es, pues, una lectura «profética» de la historia, o sea, el
descubrimiento del sentido íntimo y profundo de todos los acontecimientos
humanos, guiados por la mano oculta pero operante del Señor, que se entrelaza
con la más débil e incierta del hombre.
2. El texto es solemne y, en el original
griego, se compone de sólo dos frases (cf. vv. 68-75; 76-79). Después de la
introducción, caracterizada por la bendición de alabanza, podemos identificar
en el cuerpo del cántico como tres estrofas, que exaltan otros tantos temas,
destinados a articular toda la historia de la salvación: la alianza con David
(cf. vv. 68-71), la alianza con Abraham (cf. vv. 72-76), y el Bautista, que nos
introduce en la nueva alianza en Cristo (cf. vv. 76-79). En efecto, toda la
oración tiende hacia la meta que David y Abraham señalan con su presencia. El
ápice es precisamente una frase casi conclusiva: «Nos visitará el sol que nace
de lo alto» (v. 78). La expresión, a primera vista paradójica porque une «lo
alto» con el «nacer», es, en realidad, significativa.
3. En efecto, en el original griego el
«sol que nace» es anatolè, un vocablo que significa tanto la luz solar que
brilla en nuestro planeta como el germen que brota. En la tradición bíblica
ambas imágenes tienen un valor mesiánico. Por un lado, Isaías, hablando del
Emmanuel, nos recuerda que «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz
grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1). Por otro
lado, refiriéndose también al rey Emmanuel, lo representa como el «renuevo que
brotará del tronco de Jesé», es decir, de la dinastía davídica, un vástago
sobre el que se posará el Espíritu de Dios (cf. Is 11,1-2). Por
tanto, con Cristo aparece la luz que ilumina a toda criatura (cf. Jn 1,9) y
florece la vida, como dirá el evangelista san Juan uniendo precisamente estas
dos realidades: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn
1,4).
4. La humanidad, que está envuelta «en
tinieblas y sombras de muerte», es iluminada por este resplandor de revelación
(cf. Lc 1,79). Como había anunciado el profeta Malaquías, «a los que honran mi
nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en sus rayos» (Ml
3,20). Este sol «guiará nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79). Por
tanto, nos movemos teniendo como punto de referencia esa luz; y nuestros pasos
inciertos, que durante el día a menudo se desvían por senderos oscuros y
resbaladizos, están sostenidos por la claridad de la verdad que Cristo difunde
en el mundo y en la historia.
Ahora damos la palabra a un maestro de
la Iglesia, a uno de sus doctores, el británico Beda el Venerable (siglo
VII-VIII), que en su Homilía para el nacimiento de san Juan Bautista, comentaba
el Cántico de Zacarías así: «El Señor (...) nos ha visitado como un médico a
los enfermos, porque para sanar la arraigada enfermedad de nuestra soberbia,
nos ha dado el nuevo ejemplo de su humildad; ha redimido a su pueblo, porque
nos ha liberado al precio de su sangre a nosotros, que nos habíamos convertido
en siervos del pecado y en esclavos del antiguo enemigo. (...) Cristo nos ha
encontrado mientras yacíamos "en tinieblas y sombras de muerte", es
decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. (...) Nos
ha traído la verdadera luz de su conocimiento y, habiendo disipado las
tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria
celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la
senda de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de
la paz eterna, que nos ha prometido».
5. Por último, citando otros textos
bíblicos, Beda el Venerable concluía así, dando gracias por los dones
recibidos: «Dado que poseemos estos dones de la bondad eterna,
amadísimos hermanos, (...) bendigamos también nosotros al Señor en todo tiempo
(cf. Sal 33,2), porque "ha visitado y redimido a su pueblo". Que en
nuestros labios esté siempre su alabanza, conservemos su recuerdo y, por
nuestra parte, proclamemos la virtud de aquel que "nos ha llamado de las
tinieblas a su luz admirable" (1 P 2,9). Pidamos continuamente su ayuda, para
que conserve en nosotros la luz del conocimiento que nos ha traído, y nos guíe
hasta el día de la perfección» (Omelie sul Vangelo, Roma 1990, pp.
464-465).
ORACIÓN FINAL
Te pedimos, Señor, que tu Iglesia, por
la mediación maternal de la Virgen, anuncie a todas las gentes el Evangelio y
llene el mundo entero de la efusión de tu Espíritu. Por Jesucristo, nuestro
Señor. Amén.