Comenzamos la oración de este 3er día
de la octava de Navidad poniéndonos en presencia de Dios Niño, haciéndolo
visible de alguna manera en un sencillo Nacimiento, y ofreciéndole este momento
especial de cada día, donde oramos, clamamos, meditamos, rogamos al Señor, por
intercesión de su Madre y hoy también del apóstol san Juan.
Le pedimos una vez más al Espíritu Santo
que en todos nuestros pensamientos y acciones tengamos rectitud y pureza de
intención, “plenamente ordenados al servicio y alabanza de su divina majestad”.
Hoy podríamos dirigir también a san Juan la petición, ya que en los dos textos
que nos presenta la Palabra de Dios no se descubre otra cosa que un deseo de
ser fiel a Jesucristo.
Nacido Jesús en Belén de Judá, hecho
carne el Verbo de Dios, ayer la Iglesia nos presentaba al primer mártir, al
primer testigo que con su sangre selló su fe en Cristo. Hoy nos presenta
probablemente al último mártir -testigo- de la era apostólica.
En el comienzo de su primera carta el
testimonio de Juan es impresionante. Me ha recordado, al releerlo, a alguno de
esos testimonios de conversiones que se nos vienen ofreciendo por los medios
digitales y que son verdaderos aldabonazos para nuestra vida, a veces mediocre,
de cristianos. El más reciente, el de la fisioterapeuta de Bilbao convertida en
el Nepal cuando había ido allí con la intención de suicidarse, hace tal sólo
dos años.
Juan narra en primera persona, con
fuerza, su testimonio, insistente y convincente. Releámoslo despacio:
“Lo que existía desde el principio, lo
que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que
contemplamos y palparon nuestras manos: la Palabra de la vida (pues la vida se
hizo visible), nosotros la hemos visto, os damos testimonio y os anunciamos la
vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y
oído os lo anunciamos”.
Y no lo narra porque se sienta bien al
hacerlo, sino como una obligación ineludible, para transmitir lo que vive y
siente, la “unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo”,
pretendiendo con ello llenar de alegría hasta el fondo el corazón de los
cristianos a los que dirige su carta.
¿De dónde nace esa convicción, esa
fuerza, que detectamos claramente en el discípulo amado del Señor? El evangelio
de hoy nos da la clave principal, que podemos completar con otros textos del
mismo evangelio de Juan: el primer encuentro con Jesús, los momentos de
especial intimidad, cuando lo separaba de los demás junto a Pedro y Santiago
para mostrarles los secretos más íntimos de su corazón.
Y es que el evangelio de hoy termina con
una frase lapidaria: “vio y creyó”, porque hasta entonces no habían creído,
apostilla el propio evangelista.
Es el gran testimonio de los
convertidos: han visto y han creído. Han creído de verdad, y se han
comprometido con lo que han visto y creído.
Ahora nos podemos preguntar nosotros:
¿hemos visto? Entonces, ¿por qué no terminamos de creer? De ahí surgen dos
peticiones a elevar al cielo en esta mañana de oración:
· Señor, que vea. Que descubra, tras las apariencias de un niño acostado en
un pesebre, la realidad de un Dios que quiere conquistar mi corazón por la
pobreza y la humildad.
· Señor, que tenga la fuerza para creer de verdad, lo que significa renunciar
a las niñerías que esclavizan mi vida, poner mi miseria en las manos del Niño
de Belén y arrojarme con confianza en los brazos de su Madre. Significa dar
testimonio con mi vida, de palabra y de obra, especialmente en las cosas
sencillas y pequeñas, de que Cristo ha resucitado y vive hoy, llenando mi
corazón de vida y esperanza.