Jesucristo, la
luz y la sangre
Junto a este verbo hecho carne, verdadero Dios al que adoramos, seguimos
pasando largos ratos de oración. Silencio y oración son, en Navidad, el clima
necesario para escuchar la “elocuencia” de este silencioso niño. ¡Cuánto bien
nos hace vivirla así!
El Papa nos invita a acogernos a S. José
y aprender de él pues; “era un hombre que siempre sabía escuchar la voz de
Dios, era profundamente sensible a su secreta voluntad, un hombre atento a los
mensajes que le llegaban desde lo más profundo del corazón y desde lo alto”. En
efecto, obediente a esa voz, “José se levantó, cogió al
niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se
quedó allí”, nos precisa la Escritura. Todo, para
colaborar a los planes del Padre del cielo.
La luz que ha aparecido, Jesús mismo, es generadora de unión de los corazones. Por
ello, meditar en su pequeñez, cercanía, pobreza y el hacerse dependiente, junto
a su entrega, hasta derramar la propia sangre, puede cambiar nuestra vida.
Son luces que nos limpian de los pecados, según S.
Juan. Porque, de esta condición, “de pecadores”, no podemos librarnos sino por
la sangre de Jesús.
Sangre de inocentes que hace teñir, la
liturgia de hoy, de rojo. Porque, en el origen de toda sangre derramada, está
el pecado de cada hombre, “montó en cólera y mandó matar”, nos dice
el evangelio. Ese pecado, tuyo y mío, es el que Dios, hecho ahora niño
indefenso, viene a reparar y sanar.
¿Qué pensaría la madre de
Jesús-niño de esa persecución que surge de inmediato? Y, ¡qué dolor no sería el
suyo al enterarse posteriormente de la muerte de aquellos inocentes!
Santa María, madre de la vida, intercede
para que nos arrepintamos de nuestros pecados que causan muerte. También de
aquellos llamados “terrorismo de los chismes”. Alcanza misericordia para todos
aquellos que, mirando su interés, faltándoles escrúpulos o, por múltiples
razones, atentan contra la vida inocente.