Ha llegado el
gran día de celebrar con la Madre “que el poderoso ha hecho obras grandes por
ella” (Lc 1,49). La primera de todas, aquella con que se abre el ciclo de la
Salvación que nos trae Jesucristo su Hijo: preservarla de todo pecado. En este
año en que el Papa ha elegido esta festividad para comenzar el Jubileo de la
Misericordia, descubrimos XXX signos de la misericordia de Dios en este hecho
portentoso.
El primero, la
misericordia hacia la que había de ser la Madre de su Hijo. Dios se apiada de
la corrupción en que había caído el género humano tras el pecado de Adán y fija
su mirada en una mujer entre tantas para concederle la gracia de librarse de
tan pesada herencia. Hoy es un día para meditar en esa mirada del Padre que es
capaz de detenerse en uno solo de sus hijos, aunque sea el más pequeño, y
concederle las misericordias que no merece y con las que ni siquiera ha sido
capaz de soñar. Alegrémonos con la María por este fabuloso regalo del Señor.
Contemplemos esa mirada del Padre desde la eternidad que atraviesa el tiempo y
se fija en su “humilde sierva”. Cantemos con ella el Magnificat,
“proclamando la grandeza del Señor” y entonemos el salmo: “Cantad al Señor un
cántico nuevo, porque ha hecho maravillas”.
De este modo,
prepara a la Madre de su Hijo antes de que Ella pueda decirle: “Sí”. Sin ni
siquiera la seguridad de obtener respuesta afirmativa. Dios se arriesga y tiene
misericordia de su Hijo-Hombre para concederle la mejor Madre que haya podido
haber. Podemos saborear esta misericordia del Padre hacia Jesús en las palabras
del ángel a María: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo”, la
delicadeza con la que ha preparado y pensado todos los detalles, “le podrás por
nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará
el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su
reino no tendrá fin”. Y a la pregunta de María: “El Espíritu Santo vendrá sobre
ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Nada dejado al azar.
Todo querido con el corazón y la afectividad de un Dios Amor que ni siquiera
con su Hijo quiere dejarse ganar en generosidad.
Una tercera
misericordia, con todos nosotros. Que en María podemos ver que la santidad es
posible. Pero no solo una santidad como la de la tierra en la que nunca
conseguimos librarnos del todo de la sombra del pecado. Una santidad como Dios
la había soñado al principio de los tiempos. Es el momento de entonar el himno
de la carta de San Pablo a los Efesios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro
Señor Jesucristo… que nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el
mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor”. La
derrota del pecado es posible porque está en nuestra mano aquello que está en
manos de nuestros amigos. Y Dios ha tenido la misericordia de declararse amigo
nuestro. La santidad que soñamos, la de ser enteramente Suyos es posible porque
Él quiere realizarla en nosotros. Y para que tengamos fe, se ha adelantado a
nuestros sueños y la ha realizado en María.
Y esa
misericordia del Padre para con nosotros a través de nuestra Madre, se vierte
en una cuarta misericordia. La misericordia de María hacia Isabel, que se
anuncia en la intervención del ángel: “Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a
pesar de su vejez, ha concebido un hijo y ya está de seis meses la que llamaban
estéril”. Y María se lanza a auxiliar al prójimo necesitado de misericordia
cumpliendo más plenamente el designio de Amor de Dios que se le acaba de
revelar, pero que ya se estaba cumpliendo en Ella desde su concepción. El ángel
también nos anima a nosotros a vivir la misericordia para aún más presente la
misericordia de Dios sobre nosotros. La santidad que misericordiosamente Dios va
a realizar en nosotros es que seamos misericordia. Como creemos en su Palabra,
vivimos su misericordia confiando en que Él nos da la gracia para cumplirla ya
en esta vida.