Empezamos la semana de la mano del Señor. Venimos a la
oración porque sabemos que en ella encontramos alimento para nuestra vida
cristiana. Venimos a empaparnos del amor de Dios y da la fuerza de su espíritu.
Por eso nos esforzamos en hacer silencio en nuestro corazón y en nuestra cabeza
para escuchar la voz de Dios que nos habla en lo más profundo.
Hoy el evangelio nos ofrece una escena que hemos
meditado muchas veces pero que nos viene mal recordar. El ciego al borde del
camino que no tiene nada, salvo su fe. Y eso es lo único que necesita para que
su vida se trasforme. Muchas veces nos empeñamos en construir nuestro camino de
santidad sobre nuestras virtudes, nuestro esfuerzo, oración, penitencia… y se
nos olvida que no nos podemos salvar a nosotros mismos, que necesitamos que
llegue Jesús y nos limpie, nos acaricie los ojos y nos cure de nuestras
cegueras, de nuestra falta de fe, de confianza.
Si algo nos enseñó Abelardo es precisamente a eso, a vivir abandonados en manos de Jesús, mendigando, suplicando, como el pobre ciego del camino que él nos rescate. Y eso, si lo hacemos con verdadera fe e insistencia, como Bartimeo, es más que suficiente. Que la virgen María nos conceda la humildad necesaria para vivir así.