1. Vi
entonces un Cordero y mostraba las señales de haber sido sacrificado y con tu
sangre compraste para Dios hombres de todas las razas y lenguas, y con ellos
has constituido un reino de sacerdotes, que servirán a nuestro Dios y reinarán
sobre la tierra”. (Apocalipsis 5, 1-10).
Lo rezamos y cantamos en la Misa de cada
día, momento antes de la comunión. “Cordero de Dios que quitas el pecado del
mundo”. Hay un antes y un después. Nadie podía cruzar el río gigante del pecado
que separaba la tierra del cielo y Cristo en su pasión, en la cruz, se
constituyó en Puente que nos permitió el paso, la pascua, del mal al bien, del
pecado a la gracia. Fue el Cordero sin mancha, inocente, la moneda que con su
sangre nos compró para Dios y forjó un nuevo Reino, la Iglesia, para gozar para
siempre de la amistad con Dios.
2. Cantad
al Señor un canto nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los fieles.
(Salmo 149)
Porque el Señor hizo nuevas todas las
cosas, porque la sangre del cordero nos rescata y compra para el Nuevo Reino.
Sí, no puede estar triste el corazón que canta un canto nuevo, porque ya venció
el temor, la inseguridad, el egoísmo. Ya vive solo para Dios, para su alabanza
y su gloria.
3. Jesús
estuvo cerca de Jerusalén y contempló la ciudad, lloró por ella (Lc 19,
41) ¡Cuánto amaba Jesús a su ciudad, su patria, Jerusalén! Llora porque
le da pena que no aproveche una y otra oportunidad de alcanzar la paz, la
felicidad. Y llora porque ve venir lo peor para ella: la muerte, la destrucción
y el abatimiento total.
Me quedo absorto contemplando un tierno
cordero que es degollado y derrama a borbotones la sangre inocente, purísima.
Observo que ese cordero es Cristo a
quien veo en su pasión, cruelmente torturado, flagelado, coronado de espinas,
crucificado…y todo ¡por mí, por mí!
Para lavarme del pecado, para comprarme
y llevarme al Cielo. Y luego me quedo mirando a Jesús que llora, que sufre y
ama su pequeña patria, Jerusalén; que quiere custodiarla como la gallina a sus
polluelos, pero, soberbia, no se deja y termina muriendo. Como yo, cuando me
dejo llevar por el pecado.
¡Madre Inmaculada, la siempre limpia, la
toda gracia, la sin pecado, límpiame, renuévame, cristifícame!
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Si te da tiempo lee el magistral texto
de SAN AGUSTÍN sobre las dos ciudades:
Dos amores construyeron dos ciudades: el
amor propio hasta el desprecio a Dios hizo la ciudad terrena; el amor de Dios
hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad del cielo. La una se glorifica a sí
misma, la otra se glorifica en el Señor. Una busca la gloria que viene de los
hombres (Jn 5,44), la otra tiene su gloria en Dios, testigo de su conciencia.
Una, hinchada de vana gloria, levanta la cabeza, la otra dice a su Dios: “Tú
eres mi gloria, me haces salir vencedor...” (cf Sal 3,4) En una, los príncipes
son dominados por la pasión de dominar sobre los hombres y sobre las naciones
conquistadas, en la otra todos son servidores del prójimo en la caridad, los
jefes velando por el bien de sus subordinados y éstos obedeciéndoles. La
primera, en la persona de los poderosos, se admira de su propia fuerza, la otra
dice a su Dios: “Te amo, Señor, tú eres mi fortaleza”. (Sal 17,2). En la
primera, los sabios llevan una vida mundana, no buscando más que las
satisfacciones del cuerpo o del espíritu o las dos a la vez: “...habiendo
conocido a Dios, no lo han glorificado, ni le han dado gracias, sino que han
puesto sus pensamientos en cosas sin valor y se ha oscurecido su insensato
corazón...han cambiado la verdad de Dios por la mentira”. (cf Rm 1,21-25) En la
ciudad de Dios, en cambio, toda la sabiduría del hombre se encuentra en la
piedad que da culto al verdadero Dios, un culto legítimo y que espera como
recompensa, en la comunión de los santos, no solamente de los hombres sino
también de los ángeles, “que Dios sea todo en todos”. (1Cor 15,28)
PALABRAS DEL SANTO PADRE
“Ante las calamidades, las guerras que se hacen para adorar al dios dinero, tantos inocentes muertos por las bombas que arrojan los adoradores del ídolo dinero, también hoy Dios sigue llorando -con lágrimas de padre y madre- y dice: 'Jerusalén, Jerusalén, hijos míos, ¿qué estáis haciendo?'. Y se lo dice a las pobres víctimas y también a los traficantes de armas y a todos los que venden la vida de las personas. Nos hará bien pensar que nuestro Dios se hizo hombre para poder llorar, y nos hará bien pensar que nuestro Padre Dios sigue llorando hoy: llora con y por esta humanidad que no entiende ni quiere aceptar la paz que Jesús nos ha regalado: la paz de su Amor que da la vida”. (Santa Marta 27 de octubre de 2016).