Antes de empezar nuestro rato de oración, sería bueno preguntarse: ¿A quién voy a ver? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo rezar? ¿Qué rezar?
Después empezaremos nuestro rato exclusivo
con el Señor invocando al Espíritu Santo. Recordamos que siempre en nuestro
rato diario de oración estamos acompañados por la presencia maternal de María.
A san José, siguiendo un consejo del padre Morales, le pedimos por nuestra
perseverancia.
Este acoge a los pecadores y come con
ellos (Lc 15,3). Ese acoger a los
pecadores es un signo de identidad de Jesús. Él nos enseña que el Amigo no
juzga, acoge. Nos propone un criterio para vivir nuestras relaciones humanas.
Al sentirnos acogidos, hablamos con Dios,
lo que constituye una forma de hacer nuestra oración. Una contestación al ¿cómo
rezar?
Ignacio lo entendió así: “Como
un amigo habla a otro”[1] ¿Cómo
habla un amigo a otro? Todos hemos tenido la experiencia de compartir momentos
de sufrimiento intenso con un amigo cercano. En esas situaciones lo que
queremos es desahogarnos, sentirnos escuchados; no esperamos del amigo
soluciones a nuestro mal, porque sabemos que seguramente no las tiene, pero sí
esperamos de él una escucha acogedora y una empatía profunda. Ante el amigo,
con el que tenemos plena confianza, no escondemos nada, no medimos las
palabras, sino que las soltamos tal como nos salen del corazón; con rabia, con
angustia, a golpes, sin precisión…Porque el amigo ya nos entiende y conoce: no
hay nada que disimular, nada que esconder, nada que matizar…. Ignacio nos
invita a orar así: con esa radical sinceridad y autenticad …Que a veces es un torrente
desbocado de palabras y otras veces son apenas monosílabos o palabras
entrecortadas por las lágrimas.
Toda su vida, hasta el último suspiro,
acogió a los pecadores. Cuando estaba clavado en la cruz, un pecador,
malhechor, ladrón, se dirigió a Él. Jesús, cuando llegues a tu reino,
acuérdate de mí (Lc 23,42). Un malhechor que reconoce que el castigo
que sufre es merecido: lo nuestro es justo, recibimos la paga de
nuestros delitos (Lc 23,41). No culpa a nadie de su desgracia, sino
que asume su responsabilidad y la condena que deriva de su conducta.
Te aseguro que hoy estarás conmigo en el
paraíso (Lc 23,43). ¿Quién responde? Jesús
crucificado. Alguien sometido a un intenso dolor físico y espiritual, pero que
ni esas circunstancias ha perdido su sensibilidad para escuchar y acoger la
oración humilde. Hasta un malhechor crucificado puede sentir a Dios a su lado.
Dios no está lejos de nadie: ni del más ruin ni en la más dolorosa de las
circunstancias.
Lucas entendió esto y por eso en el evangelio de hoy escribirá: Se acercaban a Él todos los publicanos y pecadores para oírle (Lc 15.1). La “totalidad” de Lucas indica quiénes pueden ser acogidos por la misericordia de Dios.