Vivimos en un mundo donde se puede comprar y vender,
casi de todo. Compras que, hasta en ciertas ocasiones, nos hacen perder los
nervios, la calma, la paz.
Comprar, es adquirir algo que “necesitamos” o no
tenemos. Si tienes dinero puedes comprar, si no lo tienes ¿a qué has venido?
Jesús “rompe” con esta realidad esclavizadora, y lo
hace precisamente con un objeto característico del mundo de los esclavos:
un látigo. (Juan 2,15) Así, Jesús da al Cesar, lo que es del Cesar.
El pasaje del Evangelio nos enseña que la gracia de
Dios no puede ser comprada, es intrínsecamente gratuita. No exige moneda de
cambio. No está al alcance de unos pocos, sino de todos. Jesús nos enseña a
mirar la realidad de nuestra vida interior; tan llena, quizás, de mercaderes
que nos distraen y nos entretienen con llamativos productos; y nos invita a
sacar fuera todo aquello que nos impide descubrir el don de la gratuidad del
Señor con nosotros.
Jesús nos libera de complejos: “él tiene dos, y yo
uno…”, de falsas necesidades: “si no tengo, soy menos…”, de aparentes pobrezas:
“no tengo suficiente para pagarlo…”, y de muchos otros engaños que únicamente
nos llevan a pensar que lo que tenemos, es porque nos lo hemos ganado con
nuestro esfuerzo.
Pidamos a nuestra Madre la Virgen que nos enseñe a acompañar a la salida a los vendedores acomodados en el templo de nuestras vidas.