Con la Presentación de María -la Virgen Niña- volvemos
la mirada a aquella que era toda de Dios, sólo de Dios, siempre de Dios. En
nuestra oración hoy este debe ser también nuestro anhelo.
En Ella y por Ella se cumple el anuncio del profeta:
Dios se quedará para siempre en Sion, en la que se reunirán todos los pueblos.
Se promete la actuación permanente de Dios. ¿Soy capaz de descubrir, en medio
de tantos agobios de la vida, esa acción del Señor en mí?
Alégrate, es la llamada gozosa que los profetas
dirigían a la Hija de Sion, a los humildes que se mantenían a la espera de la
venida del salvador. También a mí. Si me sé pequeño, con miserias, ¿me alegro
igualmente de las misericordias del Señor para conmigo? ¿Espero en el Señor?
María canta el “Magníficat”. ¿Está habitualmente, cada día, en nuestros
labios y en nuestra oración este cantar, este reconocer las maravillas del
Señor?
En estos días de la Campaña de la Inmaculada, ¿Cuál es mi
horizonte? ¿La llevo siempre en mi corazón? ¿La quiero llevar a todos,
como Abe a quien recordaremos mañana en su partida al Padre?
Las maravillas de Dios continúan también hoy, a menudo encubiertas, pero
están ahí, en tantos humildes y sencillos de corazón de todas las edades y
condición.
Como María hemos conocido que Dios es amor. Hay que abrirse a ese
amor. Dios no lo impone. Sigue pasando buscando amor. Si mi barca es vieja,
Jesús la ha escogido.
Dios no olvida. Tiene buena memoria. Es fiel. Mantiene su palabra. Estos
son mi madre y mis hermanos: ¿me olvido de mi condición? Todo es sorprendente
en Jesús.
¡Extraordinaria maravilla! Con Jesús entramos en la familia divina. Por
tanto, ¿qué es lo que debe cambiar en mis relaciones con Dios? ¿qué debo
cambiar en mis relaciones con mis hermanos?
Madre silenciosa del Verbo que calla, ofrecida del todo al Señor, ¡llévanos a Jesús!