El Evangelio dice bienaventurados los puros, mientras que el mundo dice
bienaventurados los astutos y los vividores. Este camino de la bienaventuranza,
de la santidad, parece conducir al fracaso.
Ojalá nos preguntemos de qué lado estamos: ¿del cielo o de la tierra?
¿Vivimos para el Señor o para nosotros mismos, para la felicidad eterna o para
alguna satisfacción ahora? Preguntémonos: ¿realmente queremos la santidad? ¿O
nos contentamos con ser cristianos que creen en Dios y estiman a los demás,
pero sin exagerar? El Señor «lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera
vida, la felicidad para la cual fuimos creados». En resumen, ¡o santidad o
nada!
Tengamos la fuerza y la decisión (que viene de la gracia) de elegir a Dios, la humildad, la mansedumbre, la misericordia, la pureza, y para que nos apasionemos por el cielo más que por la tierra.