En este momento de oración acudo al Señor para poder reposar a su
regazo. Él es mi alegría y, como reza el salmo, descubro que su ley es perfecta
y descanso del alma.
Hoy es un día para pedirle la verdadera sabiduría y me conceda este don,
para poder ser misericordioso con mis hermanos, como Dios lo ha sido conmigo, y
me ayude a trabajar por la paz. ¿Trato de ser imparcial y sincero, comprensivo
con todos?
Muchas veces el mundo nos invita a lo contrario y a no tener una visión
de fe. El mismo Cristo nos lo dice: “todo es posible al que tiene fe”. Puede
ser que me vea débil, y grite como el padre de ese niño con un espíritu que no
le deja hablar: “creo, pero ayuda mi falta de fe”. Por eso, Él
nos insiste, como a sus discípulos, en que hagamos oración. Ellos se extrañan
de que no fueran capaces de expulsar a ese demonio del niño e, incluso, son
recriminados por el Señor: “¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo os tendré
que soportar?” Y es que esa especie de demonios solo puede salir con
oración.
Que descubra el poder de mi oración. Si soy fiel a ella, a pesar de mis distracciones, mis tropiezos, mis miserias…, y acudo con fe, podré ver grandes cosas en mi vida, pues la acción de Dios es maravillosa si le dejo actuar en mí. Como en Caná, que escuche y ponga en práctica lo que entonces dijo María de su Hijo: “Haced lo que Él os diga”.