Nos acogemos a la Virgen, esposa del Espíritu Santo. Madre, que la
palabra de Dios que voy a meditar me vista con el pensamiento, afecto y
significado de fe con el que la Iglesia me la ofrece. Que Jesús, tu Hijo, me
tome como tomó a Pedro, Santiago y Juan en el monte Tabor.
En primer lugar, meditemos los consejos que nos da el apóstol Santiago.
Cuando escribe esta carta ya es un experto conocedor del corazón humano. Él
también fue tomado personalmente por el Señor y lo siguió de muy de cerca. Con
los demás apóstoles y discípulos compartió los gozos y fatigas de la primera
evangelización. En el fragmento de hoy, nos habla de la importancia de la
palabra que sale por la boca pero que se fragua en el corazón como centro de la
propia persona. La palabra buena construye, anima, enseña,
alegra… Pero hay otra palabra que por el contrario destruye. En todo
caso, la palabra es muy poderosa, por lo que se debe controlar, como se
controla a un animal o a una máquina. Debe estar al servicio del bien, de la
verdad y de la belleza. Lo que no puede ser es que de una misma boca salga la
bendición y la maldición. Recuerdo que hace unos años el papa Francisco dijo en
una catequesis que los chismes matan y que los chismosos son terroristas. ¡Qué
fuerte!
La perfección a la que nos invita el Evangelio no es posible sin la
contemplación de Jesús. Su rostro humano, sus gestos y palabras deben verse a
la luz de la fe. La fe hace que Jesús transfigurado muestre la presencia del
Hijo de Dios y el amor de Dios Padre hacia su Hijo y hacia toda la humanidad.
Como Pedro, podemos sentir hoy en la oración lo feliz que se está junto a
Jesús. Solo tenemos que dejarnos tomar por Él.
Y como ya Cristo ha resucitado, no debemos quedarnos para nosotros lo
contemplado, sino que debemos contárselo a todos. De esta manera también los
que nos vean dirán: ¡pero qué bien se está con él!
Feliz oración, feliz día.