Te invito a releer despacio el Evangelio.
Jesús va de camino por nuestras
vidas, y mientras camina nos va instruyendo. Esto es lo que hacemos cuando
leemos y meditamos el Evangelio. En realidad Él siempre está a nuestro lado,
pero solamente le escuchamos cuando abrimos el Evangelio o cuando nos paramos a
meditar sus palabras en un rato de oración.
Pero como los discípulos, hoy igual
que hace dos mil años, tampoco entendemos. Y no solo no entendemos sino que
preferimos no entender porque nos da miedo y nos distraemos pensando en otras
cosas. Jesús les está preparando para el momento más trascendental de su vida,
su Pasión, y ellos… discutiendo por saber quién es el más importante. Podría
ser desalentador, pero Jesús es paciente y misericordioso, y con suavidad nos
reconduce a la verdad. Jesús nos dice como a los discípulos en Cafarnaúm:
¿Quieres ser el primero? ¿Quieres triunfar y ser importante? Mira este es el
camino que yo he inaugurado, este es el camino del discípulo, del cristiano,
que quiere vivir el espíritu de las bienaventuranzas, y que se resume en una
palabra: servir.
Esto es lo que entendió Ignacio de
Loyola, cuando en la última contemplación de los Ejercicios, en la
contemplación para alcanzar amor, resume el ideal de santidad del ejercitante:
“en todo amar y servir”.
Además Jesús como maestro de
sabiduría entiende que no bastan las palabras y las acompaña con una imagen y
una acción: “Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, y lo abrazó”.
¿Quién es el más importante? ¿Quién
es el más grande? El más pequeño e insignificante a los ojos de los hombres, un
niño, ese es el más grande a los ojos de Dios.
Una vez llegado a este punto de la
meditación es importante entrar en diálogo íntimo con el Señor. Y dejar que el
Espíritu del Señor te lleve por donde él quiera. Yo he intentado ayudarte a la
lectura atenta de algunos detalles del texto, pero ahora es cosa tuya y del
Señor. Todavía te voy a ofrecer un apunte de lo que a mí me sugiere, pero siéntete
libre de recorrer este u otro camino.
Todo pasaje del Evangelio lleva
implícitas dos preguntas de Jesús: la primera va dirigida a mi inteligencia,
¿qué te parece?; la segunda es una sugerencia para mi libertad: si quieres…
Señor, ¿qué me parece? ¿Quieres que
sea sincero…? Pues te diré que no te entiendo y que me parece un disparate lo
que dices. En eso soy como tus discípulos (ya es algo, ¿no?). Bueno, no es que
quiera ser importante, ni el primero, pero no sé… me gustaría tener éxito en el
apostolado, y atraer a muchos hacia ti; me gustaría hacer bien las cosas… Creo,
Señor, que todo esto son deseos buenos y legítimos…
Entonces siento que Jesús me mira, me
sonríe y me dice: si, en una cosa dices la verdad, en que no me has entendido…
Claro que son buenos y legítimos esos deseos, pero yo te estoy pidiendo un
cambio profundo, una conversión del corazón. Todos esos deseos y las acciones
que hagas tienen que nacer de un corazón nuevo: un corazón humilde (“quien
quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”) y
sencillo (“acercando a un niño, lo puso en medio de ellos”).
Y al final me llega tu llamada, una
vez más, con suavidad, sin violencia, como una oferta de vida para mi libertad:
ya conoces mi camino… si quieres… sígueme.