Nos ponemos en la presencia de Dios antes de iniciar este
rato de oración. Le hacemos presente y si estamos delante de un sagrario,
hacemos un acto de amor hacia este Señor que tanto nos quiere.
Si quieres ver cuánto nos ha amado Jesús, mira la cruz. Si
quieres saber cuánto nos ama Jesús, mira a un sagrario. Su presencia es la
prueba más clara de su amor por nosotros; por ello, que no pase desapercibida
esa presencia de Jesús.
Los textos del Evangelio de hoy son sorprendentes:
“Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y, como no es de
los nuestros, se lo hemos querido impedir”.
En nuestro celo por la extensión del cristianismo, nos
gustaría que los que no son de los nuestros no disfrutaran para nada de Dios y
de sus grandezas. Si pudiéramos ni el sol ni la lluvia beneficiaría al resto.
Sin embargo Dios no es así; Dios hace llover sobre buenos y malos. Sale el sol
para creyentes y para no creyentes porque Dios sabe amar a todos de forma
única, personal.
En estos últimos años el ecumenismo está haciéndose
presente y algunos lo hemos vivido de forma especial este verano. “El verdadero
ecumenismo trata precisamente de hacer crecer la comunión parcial existente
entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad” (S.
Juan Pablo II)
Pero esa comunión no llegará si no estamos dispuestos a
una verdadera conversión interior: “No hay verdadero ecumenismo sin conversión
interior” (Concilio Vaticano II)
Por lo tanto cada uno debe convertirse más radicalmente al
Evangelio, y sin perder a Dios de la vista debe cambiar su mirada y ver las
maravillas que hace Dios con los demás. Percibimos que el Espíritu también
actúa en los demás, descubrimos ejemplos de santidad en otras comunidades. Nos
enriquecemos con las aportaciones culturales y teológicas de los demás. En
definitiva escuchamos de nuevo: “No se lo impidáis, el que no está contra
vosotros está a vuestro favor”.