Pero tú Belén de Éfrata, pequeña
entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel”. Así comienza la
liturgia de la Palabra en este día dedicado a la celebración del Nacimiento de
Nuestra Madre. La primera lectura nos da la clave para contemplar hoy la escena
evangélica que la Iglesia nos propone: la concepción de Jesús. Ante las dudas
de José, ante la ley irrevocable del pueblo de Israel, la pequeñez de la Virgen
-¡la más pequeña de las doncellas del pueblo!-. Su silencio, su dependencia de la decisión de su querido José,
que se consumen en un mar de dudas aguijoneado por el enemigo de todo hombre.
La Virgen, pequeña, protagonista de una escena sin ni siquiera estar presente
en ella.
Pequeña la concibió su madre, Santa
Ana. Quizá la escena de José acogiendo a María nos lleve a imaginarnos a la
familia en que nació María, y con la que todavía vive. Ver la pequeñez de una
familia asentada en una aldea minúscula de Galilea como es Nazaret. Galilea, una
tierra impura, cuyos habitantes en el pasado habían abandonado el Dios de
Israel. Que se habían mezclado con los paganos que habitaban sus tierras y
habían aceptado sus dioses. “Pero tú, Belén de Éfrata, pequeña entre las aldeas
de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel”. Sin milagros. Sin grandeza humana.
Sin ser nadie dentro del pueblo de Israel. Pero sí siendo parte de ese Resto de
Israel fiel al Señor de sus padres. Quince años de preparación en casa de San
Joaquín y Santa Ana para decir sí a la Encarnación del Verbo. No importa la
pequeñez en la que nace María. Tampoco la irrelevancia en la que se desarrolla
su vida, ni el vulgar futuro que por posición le correspondía. Allí donde los
hombres no veían nada sobresaliente, el Padre sonreía ante la que había de ser
la Madre de su Hijo.
Terminar nuestra contemplación
gozando en esa mirada amorosa del Creador. Gustar con él la pureza de un alma
ya concebida sin pecado. De un alma especialmente preservada para ser primero
Madre del Redentor y después, de toda la humanidad -“Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que Él fuera
el primogénito de muchos hermanos”-. Ver la maravilla que tenía
preparada. Ver su alegría ante un alma que después de tantos siglos y milenios
se entrega por fin totalmente a Él.
Y desear ser nosotros como ese alma
transparente y humilde. Ser todo suyos. Ser como levadura en medio de la masa,
del mundo en el que vivimos. Insignificantes a los ojos de los que nos rodean
pero fruto que madura a los ojos de Dios. Centrados en la mirada de Dios, que
todo lo ve, y olvidados de la de los hombres que solo se fija en apariencias. Y
mirando a ese Padre que nos regala tan buena Madre, decirle: “Gracias”.