22 septiembre 2015. Martes de la XXV semana de Tiempo Ordinario – Puntos de oración

Tras celebrar ayer la fiesta de uno de los íntimos de Jesús, de uno de sus apóstoles, san Mateo, el evangelio de hoy nos da la clave para pertenecer a ese selecto grupo de los que comparten todo con Jesús.
Pero antes de entrar a fondo en el tema de hoy para nuestra oración, recordemos que estamos en su presencia, que él envuelve nuestra vida, y démosle gracias por poder estar un día más con él, por poder ofrecerle todas nuestras ilusiones, alegrías, sufrimientos, miserias…
Vamos al grano. En el Evangelio de hoy destaca una frase de Jesús:
 «Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra.»
Ser la madre de Jesús, ser uno de sus íntimos, su hermano, eso parece muy grande, muy hermoso, como que nos supera. Pues a eso nos llama Jesús.
“Ser su madre”. Pero, ¿no es su madre la Virgen María? ¿Cómo vamos a ocupar su puesto? Y, su familia más cercana –se podría traducir parientes-, ¿no es una pretensión imposible, aunque hermosa, querer ser de los de su casa?
Está claro que para Jesús no. Pero hay una condición: “escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra”. No dice si poco o mucho, bien o mal, pero escuchar y ponerse manos a la obra.
Y el orden está claro: primero escuchar. Pero no a nosotros mismos, no a nuestro subconsciente que se busca caminos para llevarnos a lo más cómodo, no a pensamientos sugeridos por otro, que nos parecen muy nuestros, pero que al final esconden una trampa. No. Escuchar “la palabra de Dios”. Escucharle a Él. Y su palabra está en primer lugar en la Palabra, en la Escritura, en los Evangelios. En la Eucaristía de cada día, donde primero se hace palabra y luego alimento.
“Ojala escuchéis hoy la voz del Señor”; “escucha, Israel, el Señor tu Dios es el Único…”
Después de escuchar, y discernir, y meditar, y rumiar, entonces, poner por obra. Poner por obra esa palabra. Transformarla en movimiento, en acción fecunda, en obras. Ya sabemos cuáles. El papa nos las recuerda: siete espirituales y siete corporales. ¿Nos las sabemos? Y, sobre todo, ¿las vivimos? ¿Pedimos fuerzas al Señor y a su Madre, cada día, al palpar nuestra miseria e incapacidad para llevarlas a cabo?
Así llegamos a ser “madres” de Jesús, “hermanos” de Jesús. Madres, sí, porque le vamos dando a luz en los corazones de los que nos rodean, de aquellos a los que intentamos ayudar. Si no una luz grande, si pequeños destellos que pueden, a la larga, cambiar una vida. Él lo hará. Tengamos confianza en su acción a través de nuestras pobres manos. Es Él quien hace el trabajo, aunque para ello nos necesita.
Y hermanos, cercanos, íntimos, a quienes confía los secretos de su corazón.

Miremos a María. Bien entendido este pasaje del Evangelio no habla de un desprecio de Jesús a su Madre, sino de la mejor alabanza. Ella es la primera que escucha y pone por obra. Pidámosla que nos arranque de su Hijo la fuerza para seguir su camino.

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