Tras
celebrar ayer la fiesta de uno de los íntimos de Jesús, de uno de sus
apóstoles, san Mateo, el evangelio de hoy nos da la clave para pertenecer a ese
selecto grupo de los que comparten todo con Jesús.
Pero antes de entrar a fondo en el tema de hoy para
nuestra oración, recordemos que estamos en su presencia, que él envuelve
nuestra vida, y démosle gracias por poder estar un día más con él, por poder
ofrecerle todas nuestras ilusiones, alegrías, sufrimientos, miserias…
Vamos al grano. En el Evangelio de hoy destaca una frase
de Jesús:
«Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan
la palabra de Dios y la ponen por obra.»
Ser la madre de Jesús, ser uno de sus íntimos, su hermano,
eso parece muy grande, muy hermoso, como que nos supera. Pues a eso nos llama
Jesús.
“Ser su madre”. Pero, ¿no es su madre la Virgen María?
¿Cómo vamos a ocupar su puesto? Y, su familia más cercana –se podría traducir
parientes-, ¿no es una pretensión imposible, aunque hermosa, querer ser de los
de su casa?
Está claro que para Jesús no. Pero hay una condición:
“escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra”. No dice si poco o mucho, bien
o mal, pero escuchar y ponerse manos a la obra.
Y el orden está claro: primero
escuchar. Pero no a nosotros mismos, no a nuestro subconsciente que se
busca caminos para llevarnos a lo más cómodo, no a pensamientos sugeridos por
otro, que nos parecen muy nuestros, pero que al final esconden una trampa. No.
Escuchar “la palabra de Dios”. Escucharle a Él. Y su palabra está en primer
lugar en la Palabra, en la Escritura, en los Evangelios. En la Eucaristía de
cada día, donde primero se hace palabra y luego alimento.
“Ojala escuchéis hoy la voz del Señor”; “escucha, Israel,
el Señor tu Dios es el Único…”
Después de escuchar, y discernir, y meditar, y rumiar,
entonces, poner por obra.
Poner por obra esa palabra. Transformarla en movimiento, en acción fecunda, en
obras. Ya sabemos cuáles. El papa nos las recuerda: siete espirituales y siete
corporales. ¿Nos las sabemos? Y, sobre todo, ¿las vivimos? ¿Pedimos fuerzas al
Señor y a su Madre, cada día, al palpar nuestra miseria e incapacidad para
llevarlas a cabo?
Así llegamos a ser “madres” de Jesús, “hermanos” de Jesús.
Madres, sí, porque le vamos dando a luz en los corazones de los que nos rodean,
de aquellos a los que intentamos ayudar. Si no una luz grande, si pequeños
destellos que pueden, a la larga, cambiar una vida. Él lo hará. Tengamos
confianza en su acción a través de nuestras pobres manos. Es Él quien hace el
trabajo, aunque para ello nos necesita.
Y hermanos, cercanos, íntimos, a quienes confía los
secretos de su corazón.
Miremos a María. Bien entendido este pasaje del Evangelio
no habla de un desprecio de Jesús a su Madre, sino de la mejor alabanza. Ella
es la primera que escucha y pone por obra. Pidámosla que nos arranque de su
Hijo la fuerza para seguir su camino.