Se
nos ha pedido en este año contemplar el misterio de la misericordia de Dios y
desde esta perspectiva nos acercamos a la Palabra de Dios. Comenzamos pidiendo
al Señor que nos muestre su rostro misericordioso y que nos dejemos transformar
para ser hoy nosotros misericordiosos como el Padre.
El rey David nos da ejemplo de una virtud sin la que es
imposible recibir la misericordia: la humildad. Su reacción ante la persecución
de su propio hijo Absalón y ante los insultos de Semeí es aceptar la
humillación y ofrecerla como un sacrificio ante Dios: “Quizá el Señor se fije
en mi humillación y me pague con bendiciones estas maldiciones de hoy”. No reacciona
con ira y con violencia –podría mandar a sus vasallos contra los que le
persiguen y maldicen- sino que acoge la humillación como una medicina que Dios
le envía, quizá para expiar sus pecados y corregir su orgullo: “Dejadlo que me
maldiga, porque se lo ha mandado el Señor”.
La actitud de David nos interpela: ¿Cómo acepto las
pequeñas humillaciones del día a día: las que provienen de mis miserias, de la
convivencia con los demás, de los fracasos o imprevistos que me contrarían?
Abelardo nos decía muchas veces que la humildad viene envuelta en un papel de
regalo que no nos gusta mucho: las humillaciones. Lo decía sobre todo
comentando la meditación ignaciana de dos banderas: la pobreza, la humillación
y la humildad son los escalones hacia la bandera de Jesucristo, frente a las
riquezas, vanagloria y soberbia de la bandera enemiga. Recuerdo unas letrillas
franciscanas en las que a la humillación y a la contrariedad se les ponían unos
adjetivos poco habituales, pero muy en consonancia con el espíritu de san Francisco:
“La querida humillación y la hermana contrariedad”. El Señor derrama su
misericordia sobre el corazón vacío de sí mismo y humilde. Imitemos hoy la
humildad de David, que se reconocía pecador y era misericordioso con sus
enemigos.
El Evangelio de la curación del geraseno testimonia el
poder de la misericordia de Dios para recomponer una persona rota. Meditemos
estas palabras del Papa Francisco: “La misericordia siempre será más grande que
cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona”.
Jesús no solo le cura sino que le confía una misión: “Vete a casa con los tuyos
y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo por su misericordia”. Aquel
hombre empieza a proclamar “lo que Jesús había hecho con él”.
No dejemos de pedirle al Señor que hoy podamos hablar a
alguien de lo que Jesús ha hecho con nosotros, de las misericordias de Dios en
nuestra vida. Pidamos que en este año de la misericordia podamos llevar a las
fuentes de la misericordia, al sacramento del perdón, a quienes necesitan ser
sanados y rehechos por la entrañable misericordia de nuestro Dios.