Jesús
acoge en el grupo de sus íntimos a un hombre que, según la concepción de Israel
en aquel tiempo, era considerado un pecador público. En efecto, Mateo no sólo
manejaba dinero considerado impuro por provenir de gente ajena al pueblo de
Dios, sino que además colaboraba con una autoridad extranjera, odiosamente
ávida, cuyos tributos podían ser establecidos arbitrariamente. Por estos
motivos, todos los Evangelios hablan en más de una ocasión de “publicanos y
pecadores” (Mt 9,10 Lc 15,1), de “publicanos y prostitutas” (Mt 21,31). Además,
ven en los publicanos un ejemplo de avaricia (cf. Mt 5,46, sólo aman a los que
les aman) y mencionan a uno de ellos, Zaqueo, como “jefe de publicanos, y rico”
(Lc 19,2), mientras que la opinión popular los tenía por “hombres ladrones,
injustos, adúlteros” (Lc 18,11).
Ante estas referencias, salta a la vista un dato: Jesús no
excluye a nadie de su amistad. Es más, precisamente mientras se encuentra
sentado a la mesa en la casa de Mateo-Leví, respondiendo a los que se
escandalizaban porque frecuentaba compañías poco recomendables, pronuncia la
importante declaración: “No necesitan médico los sanos sino los enfermos; no he
venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mc 2,17).
La buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que
Dios ofrece su gracia al pecador. En otro pasaje, con la famosa parábola del
fariseo y el publicano que subieron al templo a orar, Jesús llega a poner a un
publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia divina:
mientras el fariseo hacía alarde de su perfección moral, “el publicano (…) no
se atrevía ni a elevar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho,
diciendo: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!””. Y Jesús comenta:
“Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se
ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lc 18,13-14).
Por tanto, con la figura de Mateo, los Evangelios nos presentan una auténtica
paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede
convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios,
permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia.
Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús: “Él
se levantó y lo siguió”. La concisión de la frase subraya claramente la prontitud
de Mateo en la respuesta a la llamada. Esto implicaba para él abandonarlo todo,
en especial una fuente de ingresos segura, aunque a menudo injusta y
deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le
permitía seguir realizando actividades desaprobadas por Dios.
Tampoco hoy se puede admitir el apego a lo que es
incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. En
cierta ocasión dijo tajantemente: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que
tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y
sígueme” (Mt 19,21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: se levantó y lo
siguió. En este “levantarse” se puede ver el desapego de una situación de
pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva,
recta, en comunión con Jesús.
Seguimos escuchando todavía, en cierto sentido, la voz
persuasiva del publicano Mateo que, al convertirse en Apóstol, sigue
anunciándonos la misericordia salvadora de Dios. Escuchemos este mensaje de san
Mateo, meditémoslo siempre de nuevo, para aprender también nosotros a
levantarnos y a seguir a Jesús con decisión.