Hoy
nuestra oración puede ser muy esponjosa, si hacemos nuestra la voz de la
Iglesia en la Palabra de Dios, con la que nos anima a cumplir nuestra vocación
como cristianos, como fieles laicos.
Es Dios mismo quien, en la persona de Jeremías, nos dice cuánto nos ama: ¡Somos sus
elegidos!; desde cuándo nos
ama: ¡Desde siempre, desde el seno materno!; y cómo su amor permanece con nosotros,
con cada uno, sosteniendo su vida y su misión. Puede haber algo más estimulante
para la oración que reposar esta Palabra, interiorizarla, apropiarla y confiar
en ella.
Porque el amor de Dios, la Caridad con mayúsculas, no pasa
nunca. Resuena el testimonio de Santa Teresita, nuestro adalid y protectora,
que, como sabemos, encontró en este texto de San Pablo su vocación. Creer
y confiar en el Amor de Dios y hacer de nuestra vida un signo de la presencia
de ese amor, una respuesta a ese amor. Sólo con el amor podemos alcanzar la
plenitud y sabemos que el amor de Dios nos “primerea” (que dice el Papa
Francisco), porque el nombre de Dios es Amor, Misericordia. Hacer de
nuestra oración un momento de gustar internamente, con fe cierta, ese Amor de
Dios. Inspirar el Amor para poder expirar amor a los que nos rodean. Este sería
el mejor testimonio de la misericordia de Dios a nuestro mundo. Que estemos
disponibles y Dios pueda “usar” nuestra vida para acercarse a los hombres de
hoy. ¡Qué maravillosa vocación!
Algo de esto nos cuenta el evangelio, sólo que la cosa
acabó mal (en apariencia). Y es que desgraciadamente los egoísmos y
particularismos son la ruina del amor. Pidamos a la Virgen que haga nuestro
corazón como el suyo, dócil y flexible a la voz de Dios, un corazón dispuesto a
aceptar los caminos y las sorpresas de Dios, que sigue amando al mundo, a
nuestro mundo, con un amor “visceral” (Papa Francisco dixit), de misericordia
infinita, y por tanto a menudo descoloca (¿nos descoloca?) a los que creen (¿creemos?)
saber sus pasos de memoria en esta tierra.