Empezamos nuestra oración invocando
al Espíritu Santo: “Ven Espíritu Divino e infunde en nuestros corazones el
fuego de tu amor”.
Llegamos al final del tiempo de
Navidad en el cual hemos contemplado el misterio del nacimiento del Señor en un
humilde portal. Dios siendo tan grande e inconmensurable se hace pequeño para
caber en un bebé y en el lugar más desolado, apartado y en las peores condiciones.
¡Qué amor tan grande nos tiene el Señor!
Llegamos al final del tiempo de
Navidad con la celebración del Bautismo del Señor. Juan el Bautista, cuando le
preguntaron si él era el Mesías, respondió que no, que él era sólo la voz que
grita en el desierto, e indicaba a la gente que se preparase para la llegada
del Salvador. De hecho, en el momento que ve a Jesús, dice “he aquí el cordero
de Dios que quita el pecado del mundo”. Juan nos señala a Quién hemos de
acudir, al que tiene palabras de vida eterna y es la Verdad. Para acoger esas
palabras de vida eterna debemos hacer lo que nos dice Dios a través del profeta
Isaías en la primera lectura: “allanad en la estepa una calzada para nuestro
Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo
torcido se enderece y lo escabroso se iguale”. Como siempre, en tu rato de
oración revisa tu vida y prepara tu corazón para el Señor porque así te
llenarás de alegría. La alegría que nos lleva a cantar como el salmista
“Bendice, alma mía, al Señor, ¡Dios mío, qué grande eres!”
En el bautismo de Jesús también
asistimos a un momento de suma importancia en su vida. Asistimos a la
proclamación por el Padre, confirmada por la venida sobre Jesús, del Espíritu
Santo, de la identidad más profunda de nuestro Señor: “Tú eres mi Hijo, el amado,
el predilecto”; y todo esto sucede mientras oraba. Una vez más con ello, el
Señor nos muestra la importancia de la oración.
Le pedimos a la Virgen Santísima que
nos ilumine, que siempre nos ayude a hacer oración y que nos haga caer en la
cuenta que nosotros también, por medio de la gracia de nuestro bautismo somos
hijos de Dios.