Nos encontramos ya en la primera
semana de adviento y con ella se inicia el nuevo año litúrgico. Atrás quedó ya
la semana entre la fiesta de Cristo Rey y el primer domingo de adviento.
La vida litúrgica del creyente
discurre a lo largo del año como un puente que se sostiene entre estos dos
pilares: La Encarnación y la fiesta de Cristo Rey. Son las dos conmemoraciones
que nos recuerdan, por un lado, el inicio de nuestra salvación y, por otro, el
fruto de esta, lo que estamos llamados a ser.
Las semanas pasadas se nos hablaba
del triunfo del Reino de Dios, de su victoria sobre el maligno, de la
glorificación de los justos y de la llegada de Cristo resucitado. Todo esto es
lo que nos espera, a lo que estamos llamados los creyentes.
Pero con el comienzo de este nuevo
año litúrgico se nos recuerda también cuál es el camino para llegar a ese Reino
de Dios, y ese camino no es otro que el de Belén. Y en eso consiste el
Adviento, en preparar el camino al Señor en nuestros corazones y en los de los
que nos rodean. El reino de Dios es para los que se hacen como un niño, para
los pobres y sencillos. En definitiva, Cristo es nuestra meta pero también
nuestro camino. Nos muestra la meta, la Gloria, y también el camino, que no es
otro que su humanidad, su vida terrena, su vida como hombre.
Para prepararnos a esa venida del
Niño Dios nada mejor que fijarnos en la Virgen Inmaculada. En la soledad de Nazaret,
escribe el P. Morales dirigiéndose a María, adoras,
amas, esperas. (…) Santa María del Adviento: Junto a ti en el Nazaret de
la vida oculta… Estudio, oración, entrega, trabajo, olvido. Este es el camino para llegar a la
Gloría, el camino que siguió Él, el que siguió su Madre.