Empezamos nuestra oración invocando al
Espíritu Santo: “Ven Espíritu Divino e infunde en nuestros corazones el fuego
de tu amor”.
Una vez que ya nos hemos puesto en
presencia de Dios pidiendo la asistencia del Espíritu Santo, podemos repetir al
Señor lentamente y varias veces: “Jesús en Ti confío, Jesús en Ti confío,…”.
La idea que puede guiar hoy nuestra
oración, en consonancia con las lecturas que nos ofrece la Iglesia, es
preguntarnos en presencia del Señor, cómo reaccionamos ante la tentación y el
pecado. El pecado es el reflejo de la pérdida de nuestra confianza en Dios. Nos
entristece pecar porque sólo podemos ser felices y estar alegres si ponemos
nuestra confianza en Dios. El tentador nos muestra siempre imágenes ficticias y
agradables que nos hacen sentirnos bien (aun siendo ficticias) pero que no se
corresponden con la realidad. Normalmente, como le pasó a Eva, se nos velan los
ojos y nos dejamos seducir por algo que se nos presenta muy apetitoso, saliendo
de nuestra realidad temporal. Esa es la tentación. El tentador nos induce a
pensar que llevamos las riendas de nuestra propia vida, pero no debe ser así,
ya que sólo Dios sabe qué es lo que más nos conviene y por lo que vamos a ser
felices. Cuando pecamos nos pasa lo de nuestros primeros padres…nos miramos a
nosotros mismos y nos preocupamos de tapar nuestras vergüenzas, para que nadie
las vea, y disimular, e incluso intentamos escondernos de Dios, un absurdo, e
intentamos justificarnos. Esto también es una artimaña del demonio ya que al
ocultarnos del Señor, nos alejamos de Él y eso hace que no veamos el rostro misericordioso
del Dios. Pero Dios es todo misericordia. Cuando Dios pasea por el jardín en
búsqueda de Adán y Eva, lo hace con inmenso amor de misericordia deseando
encontrase con sus hijos, en cambio ellos deciden ocultarse. Cuantas veces nos
pasa eso, nos negamos a la misericordia del Señor, nos negamos a su amor. Sin
pedirle perdón, no podemos ser felices o dichosos, como nos recuerda el Salmo:
“dichoso el que está absuelto de su culpa”. Con el perdón de nuestros pecados,
en el sacramento de la Penitencia, vivimos en nuestra propia carne lo que le
pasó al sordo del Evangelio. El Señor hace el milagro de abrirle los oídos.
Estaba tan cerrado en sí por el pecado que sólo era capaz de oírse a sí mismo y
eso le ocasionaba desesperanza. Eso nos pasa cuando pecamos. Por medio de la
Confesión, el Señor nos abre los oídos para oír de verdad, diciéndonos:
Effeta!! Recuperamos la alegría y las ganas de salir de nosotros mismos, y eso
es lo que nos hace dichosos.
Le pedimos a nuestra Madre la Virgen
que nos proteja en la tentación e interceda por nosotros ante el Señor.