Los puntos de este día los quisiera
titular bajo la mirada del amor.
En la primera lectura se repite
continuamente: “Y vio Dios que era bueno”.
El ser humano atribuye ojos a Dios.
Su experiencia le lleva a sentirse visto y tiene razón, porque básicamente Dios
mira. Lo repite continuamente Dios conforme va creando:” Y vio Dios que todo
estaba bien”. Esta mirada posee tanta agudeza, tanto conocimiento, tanto poder,
tanta energía, que penetra la creación y
se maravilla, desde aquel momento, de la perfección de lo que llegará a ser.
Contrariamente a nosotros que nos detenemos, en un detalle, un error o un
momento. Dios ve lo invisible. Dios hunde su mirada en el interior, y lo que
ve, lo encuentra bueno, completo, útil, justo, bello e indispensable. Ser visto
por Dios es ser conocido hasta lo más íntimo de uno mismo, y se siente
orgulloso de serlo. Sabe que no ha sido creado inútilmente.
Dios, nuestro Padre, hace surgir los
seres y se toma su tiempo para estimar, sopesar, contemplar todo a lo que su
palabra ha dado vida para dar su apreciación. Cuando evalúa su obra, sólo puede
encontrarla bella y buena, porque la ha hecho con sabiduría y amor. Dios no
crea sino cosas bellas y animadas. Todo está finalizado y por llegar a ser.
Nada ha sido creado inútil, feo, absurdo o malo. Y, por ser Sabiduría, Dios crea
de una vez para siempre, con miras al crecimiento. No vuelve a crear porque
haya cometido un error, sino para ajustar o perfeccionar lo que ya existe. Cada
mañana brotamos totalmente nuevos de la mano de nuestro Creador, porque nos
mira y nos dice que nos ama.
Meditemos como es su mirada. Él nos
estará mirando a muchos desde el sagrario. Sentirnos mirados. La mirada de Dios
no es como la mirada de los hombres: inquisidora, despreciativa, reprobadora,
no espía o trata de pillar, es discreta, respetuosa, liberadora, delicada, no
juzga, te recrea y hace vivir. Nos infunde confianza. Siempre se complace en
acercarse a los hombres. Dios no mandó a su Hijo único para condenar al mundo,
sino para salvarlo. Es la mirada del padre del hijo pródigo que sale a diario
en busca nuestra, mira a lo
lejos, posee una mirada
tierna, acogedora. Una mirada que no se cansa de salir para animarnos. Dios
mira con bondad y amor.
Que se nos quede grabada la siguiente
frase. Él nos dice: Si pudieras verte con mis propios ojos, ¡Cuánta belleza
verías! O repetirnos con el salmo 138: tú,
Señor, me sondeas y me conoces. Si viviéramos desde estas palabras
cambiaría nuestra vida, si creyéramos en su amor para con nosotros, que es lo
que tantas veces hemos oído. A veces tendemos a infravalorarnos, nos vemos muy
defectuosos al examinarnos en los balances. Seguro que nos ven mucho mejor de
lo que nos vemos nosotros. Mirarnos a nosotros mismos con la mirada de Dios
misericordioso.
Tendríamos que conseguir descubrir lo
bello que Dios ve en nosotros y en los demás. No calificar de feo lo que Él considera bello. Tampoco condenar
lo que Él no condena, ni siquiera juzga. Dios no deja de revelarnos lo que
somos a sus ojos. En su mirada podemos percibir nuestro verdadero valor. Dios
tiene fe en nosotros. Al aceptar dejarnos mirar nuestra conciencia despierta y
nos muestra lo que podemos cambiar con el fin de vivir con su estilo. Cuando
sientes su presencia continua, vives de manera distinta, aunque sigas con tus
limitaciones, desganas, apatías o miseria. La vida cambia, nosotros cambiamos.
Y si a pesar de todo nos sentimos culpables y miserables, nos dice San Juan que
si alguna vez nuestra conciencia nos acusa, Dios está por encima de nuestra
conciencia y lo sabe todo. Podemos levantar la cabeza con confianza.
Al permitirle mirarnos, valiente,
larga y humildemente, aprendemos a mirar con sus ojos. Lo que veremos será
visto a través del prisma de la dulzura y de la compasión. Y según su mirada
vaya tomando forma en nosotros nos haremos más afables, misericordiosos,
pacíficos, humildes…Iremos conformándonos más con las bienaventuranzas y
seremos más felices.