Iniciamos nuestra
oración: ofreciendo la jornada, invocando al Espíritu Santo, pidiendo ayuda a
la Madre y la intercesión de san José, preparando nuestra alma con la oración
que prolongaremos durante la jornada con la jaculatoria.
Estamos en un mundo en el que es muy
difícil escuchar, ”¡Qué bien se está aquí!”. Algunos pensadores han
expresado que estamos en una cultura sin “calor de hogar”. Vemos
diariamente en la tele el drama de la división, el enfrentamiento por las banderas,
los políticos olvidando los problemas reales de personas concretas y
enzarzándose en disputas vanas. En contraste Lucas, en la primera lectura, nos
relata la vida de los primeros cristianos, aquellas comunidades eran ejemplo de
justicia social, de cultura “familiar”, nadie pasaba necesidad. “pues lo
poseían todo en común”. Eran una muestra evidente que el “reino de
Dios” puede hacerse realidad ya en nuestro mundo.
Hay sitios en nuestro mundo, pequeñas
comunidades, en los que se vive como en tiempos de los primeros cristianos.
Recientemente pasé un día en Basida y allí ves cómo poniendo todo lo que
tenemos en servicio de los hermanos, especialmente aquellos que antes de llegar
fueron tratados como desechos del mundo, se mantiene la pureza de las primeras
comunidades de la Iglesia. Mi hijo pequeño comentaba sorprendido y
emocionado: “¡Qué poco necesitan para ser felices!”.
Por otra parte, me viene
ahora a la memoria, una historia que nos contaba Abelardo, sobre el cielo y el
infierno. San Pedro a la hora de comer había dado a todos unas cucharas muy
largas. En el infierno todo el mundo quería llevarse la cuchara a su boca y
como eran desproporcionadamente grandes nadie lo conseguía. Entonces todos se
desesperaban y maldecían. En el cielo utilizaban la misma cuchara para darse de
comer unos a otros, con lo que todo el mundo comía de lo que le daba el hermano
y a su vez el daba de comer a otro hermano, eran felices en el olvido de
sí.
El salmo 92 nos habla de “El
Señor reina, vestido de majestad”. Nos vuelve a recordar el concepto de
reino, una realidad que empieza siendo una pequeña semilla en el interior del
corazón y se va ampliando, “derramando” a nuestro alrededor, llevando la
santidad a todas partes y “por días sin término”.
El Evangelio de san Juan refleja ese
diálogo un poco misterioso entre Jesús y Nicodemo, sobre el “segundo
nacimiento”. En ese diálogo vemos, ¿quién nos
dará la fuerza para vivir y traer ese reino de Dios? Y la
respuesta, no puede ser otra que la fuerza nos vendrá por el Espíritu Santo.
Porque Él es el único capaz de darnos esta gracia de vivir y anunciar el reino.
El anuncio del reino está
en la vida y no solo en la palabra. Esto «nos distingue del simple
proselitismo», diría el Papa Francisco: «Nosotros
no hacemos publicidad» para tener «más “socios” en nuestra “sociedad
espiritual”. En cambio, lo que el cristiano hace es anunciar con su
vida y su palabra, cuando se pueda. Por eso «el verdadero
protagonista de todo esto es el Espíritu Santo».
El Espíritu Santo es, por lo tanto,
el protagonista, hasta el punto de que Jesús dice a Nicodemo que se puede nacer
de nuevo pero que «el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes
de dónde viene y adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu». Por
ello, «es precisamente el Espíritu quien nos cambia, quien viene de cualquier
parte, como el viento». Y también: «solamente el Espíritu es capaz de cambiar
nuestra actitud, de cambiarnos, de cambiar la actitud, de cambiar la historia
de nuestra vida, cambiar incluso nuestra pertenencia». Y es el Espíritu mismo
quien dio la fuerza a los apóstoles, «hombres sencillos y sin instrucción», de
«anunciar a Jesucristo hasta el testimonio final: el martirio». Este nacimiento que nos explica Francisco es del que hoy
nos habla el evangelio.
Por eso, en este tiempo de Pascua, la
Iglesia nos prepara para recibir el Espíritu Santo. Ahora, «en la
celebración del misterio de la muerte y resurrección de Jesús, podemos recordar
toda la historia de salvación», que es también «nuestra propia historia de
salvación», y podemos «pedir la gracia de recibir el Espíritu para que nos dé
la auténtica valentía para anunciar a Jesucristo».
Acabemos nuestras reflexiones con un
coloquio con Jesús resucitado. San Ignacio nos lo precisa: “el
coloquio se hace, propiamente hablando, así como un amigo habla a otro, o un
siervo a su señor: cuándo pidiendo alguna gracia, cuándo culpándose por algún
mal hecho, cuándo comunicando sus cosas y queriendo consejo en ellas. Y decir
un Pater noster”.