* Primera lectura: A los dos años después de su conversión, Pablo se dirige a
Jerusalén buscando el contacto con la primitiva comunidad cristiana. No se le
sería fácil, pues todos se acordaban del antiguo perseguidor y lo miraban con
recelo, pero medió su amigo Bernabé, de origen helenista, igual que Pablo y lo
presentó a los apóstoles. En su carta a los Gálatas (1, 18-24), Pablo nos dice
que en este viaje vio únicamente a Pedro y a Santiago. El autor de los Hechos
no especifica, y habla, en general, de los apóstoles, pues lo único que le
importa es hacer constar que Pablo fue aceptado por los jefes de la comunidad
primitiva.
Pablo permaneció en Jerusalén quince
días (Gál 1, 18), poco tiempo para realizar una actividad evangélica entre los
helenistas. Tampoco debemos suponer que tuviera tiempo para actuar en los
medios judíos, hablando en las sinagogas.
Con todo, quince días
bastaron para que se atrajera el odio de sus enemigos y corriera el mismo
peligro que Esteban, a quien Pablo iba a suceder con el mismo espíritu
universalista.
Con la ayuda de los hermanos, esto
es, de los fieles de Jerusalén, Pablo salva su vida embarcándose en Cesarea y
huyendo a su ciudad natal. En Tarso debió predicar intensamente el
evangelio, pues se corrió la voz en las comunidades cristianas de Judea
que decían: "El que nos ha perseguido predica ahora la misma fe
que antes quiso liquidar" (Gál 1,23).
* Segunda lectura: Si la verdadera comunión con Dios está reservada para la
eternidad (1 Jn 3, 2), ¿cómo podemos saber si nos acompaña ya en este mundo? ¿Qué
seguridad podemos tener ante Dios si no podemos siquiera percibir su presencia?
Este pasaje puede muy bien servir de marco a estas preguntas.
Juan llama la atención sobre este
principio: así como no puede uno contentarse con un conocimiento
puramente abstracto de Dios, de igual manera no puede uno amar a sus hermanos
con solo palabras (v. 18). Esta experiencia auténtica del amor fraterno
nos proporciona plena seguridad ante Dios; nos permite reconocer la presencia
permanente de Dios en nosotros (v. 21) y confiere a nuestra oración la certeza
de ser oída (v. 22; cf. Jn 15, 15-17).
El mandamiento que nos proporciona
seguridad ante Dios y nos garantiza su presencia entre nosotros es doble: creer
en el nombre de Jesucristo y amarnos los unos a los otros (v. 23). Nosotros
somos hijos de Dios por nuestra fe, y la caridad fraterna fluye de esta
filiación (1 Jn 2, 3-11).
* Evangelio: Lo mismo que el pasado domingo en el evangelio del Buen
Pastor, nos sorprende ahora la afirmación absoluta de Jesús: "Yo
soy la verdadera vid". No dice que fue o que será, pues Él es ya
la verdadera vid, la que da el fruto. Tales afirmaciones deben escucharse desde
la experiencia pascual y con la fe en la resurrección del Señor. Jesús
vive y es para todos los creyentes el único autor de la vida y el principio de
su organización. De él salta la savia, y él es el que mantiene unidos a los
sarmientos en vistas a una misma función: "dar fruto". Jesús es la
cepa, la raíz y el fundamento a partir del cual se extiende la verdadera
"viña del Señor".
Entre los sarmientos y la vid hay una
comunión de vida con tal de que aquéllos permanezcan unidos a la vid. Si es
así, también los sarmientos se alimentan y crecen con la misma savia. Jesús ha
prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, y lo estará si le somos
fieles. Él no abandona a los que no le abandonan.
ORACIÓN FINAL
Dios todopoderoso, confírmanos en la
fe de los misterios que celebramos, y, pues confesamos a tu Hijo Jesucristo,
nacido de la Virgen, Dios y hombre verdadero, te rogamos que, por la fuerza
salvadora de su resurrección, merezcamos llegar a las alegrías eternas. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.