Hoy nos ayuda para orar el texto de
la HOMILÍA DEL PAPA SAN JUAN PABLO II, el jueves 29 de junio de 2000
1. "Y vosotros, ¿quién decís que
soy yo?" (Mt 16, 15). Jesús
formula esta pregunta sobre su identidad a los discípulos mientras se encuentra
con ellos en la alta Galilea. Muchas veces ellos le habían hecho preguntas a
Jesús; ahora es él quien los interpela. Su pregunta es precisa, y espera una
respuesta. Simón Pedro toma la palabra en nombre de todos: "Tú eres
el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16).
Esta respuesta es extraordinariamente
lúcida. Refleja de modo perfecto la fe de la Iglesia. En ella nos vemos
reflejados también nosotros. De manera particular, en las palabras de Pedro se
ve reflejado el Obispo de Roma, que, por voluntad divina, es su indigno
sucesor. Y, en torno a él y con él, os veis reflejados en dichas palabras
vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, que habéis venido aquí de tantas
partes del mundo para recibir el palio en la solemnidad de san Pedro y san
Pablo. Os dirijo a cada uno mi más cordial saludo y de buen grado lo extiendo a
cuantos os han acompañado a Roma y a vuestras comunidades, unidas
espiritualmente a nosotros en esta solemne circunstancia.
2. "Tú eres el Mesías".
Jesús responde a la confesión de Pedro: "¡Dichoso tú, Simón,
hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi
Padre que está en el cielo" (Mt 16, 17). ¡Dichoso tú, Pedro! Dichoso, porque esta
verdad, que es central en la fe de la Iglesia, no podía ser fruto de tu
conocimiento de hombre, sino obra de Dios. "Nadie -dijo Jesús- conoce al
Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11, 27).
Reflexionemos en esta página
singularmente densa del Evangelio: el Verbo encarnado había revelado
al Padre a sus discípulos; ahora llega el momento en que el mismo Padre les
revela a su Hijo unigénito. Pedro acoge la iluminación interior y proclama con
valentía: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Estas palabras en los labios de Pedro
provienen de lo más profundo del misterio de Dios; revelan la verdad íntima, la
vida misma de Dios. Y Pedro, bajo la acción del Espíritu divino, se convierte
en testigo y confesor de esta verdad sobrehumana. Así, su profesión de fe
constituye la base sólida de la fe de la Iglesia: "Sobre
ti edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). La Iglesia de Cristo está edificada
sobre la fe y sobre la fidelidad de Pedro.
La primera comunidad cristiana era
muy consciente de ello y, como narran los Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro
se encontraba en la cárcel, se reunió para elevar a Dios una oración ferviente
por él (cf. Hch 12, 5). Fue escuchada, porque la presencia de Pedro era aún
necesaria para la comunidad que daba sus primeros pasos: el Señor
envió a su ángel para liberarlo de las manos de sus perseguidores (cf. Hch 12,
7-11). Estaba escrito en los designios de Dios que Pedro, después de confirmar
por mucho tiempo en la fe a sus hermanos, sufriría el martirio aquí, en Roma,
juntamente con Pablo, el Apóstol de las gentes, quien también había escapado
muchas veces de la muerte.
3. "El Señor me ayudó y me dio
fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los
gentiles" (2 Tm 4, 17). En
la segunda lectura hemos escuchado estas palabras, que san Pablo dirigió a su
fiel discípulo Timoteo. Testimonian la obra que el Señor realizó en él, a quien
había elegido como ministro del Evangelio, "alcanzándolo" en el
camino de Damasco (cf. Flp 3, 12).
Envuelto en una luz deslumbrante, el
Señor se le apareció diciéndole: "Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?" (Hch 9, 4), mientras una fuerza misteriosa lo arrojaba al
suelo (cf. Hch 9, 5). "¿Quién eres, Señor?", había preguntado Saulo.
"Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9, 5). Esta fue la respuesta
de Cristo. Saulo perseguía a los seguidores de Jesús, y Jesús le
hacía saber que, en ellos, lo perseguía a él mismo, a Jesús de Nazaret, el
Crucificado, de quien los cristianos afirmaban que había
resucitado. Si Saulo experimentaba en ese momento su poderosa
presencia, era evidente que Dios lo había resucitado realmente de entre los
muertos. Era precisamente él el Mesías esperado por Israel, era él el Cristo
vivo y presente en la Iglesia y en el mundo.
¿Podía comprender Saulo únicamente
con su razón todo lo que implicaba ese acontecimiento? Ciertamente, no. En
efecto, formaba parte de los designios misteriosos de Dios.El Padre dará
a Pablo la gracia de conocer el misterio de la redención, realizada en Cristo.
Dios le permitirá comprender la estupenda realidad de la Iglesia, que vive por
Cristo, con Cristo y en Cristo. Y él, partícipe de esta verdad, no
dejará de proclamarla incansablemente hasta los últimos confines de la tierra.
Pablo comenzará en Damasco su
itinerario apostólico, que lo llevará a difundir el Evangelio en muchas partes
del mundo entonces conocido. Así, su impulso misionero contribuirá al
cumplimiento del mandato que Cristo dio a los Apóstoles: "Id,
pues, y haced discípulos a todas las gentes..." (Mt 28, 19).
4. Amadísimos hermanos en el
episcopado, que habéis venido a recibir el palio, vuestra presencia muestra elocuentemente la
dimensión universal de la Iglesia, que nació con el mandato del
Señor: "Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes..." (Mt 28, 19).
En efecto, procedéis de quince países
de cuatro continentes, y habéis sido llamados por el Señor para ser pastores de
Iglesias metropolitanas. La imposición del palio subraya bien el vínculo
particular de comunión que os une a la Sede de Pedro y manifiesta la índole
católica de la Iglesia.
Cada vez que os revistáis con estos
palios, recordad, hermanos queridos, que como pastores estamos
llamados a salvaguardar la pureza del Evangelio y la unidad de la Iglesia de
Cristo, fundada sobre la "roca" de la fe de Pedro. A esto nos llama
el Señor; esta es nuestra misión irrenunciable de guías prudentes de la grey
que el Señor nos ha confiado.
5. ¡La unidad plena de la Iglesia! Resuena en mi alma el eco de esta consigna de
Cristo. Se trata de una consigna sumamente urgente en el comienzo de este nuevo
milenio. Por esta intención oremos y trabajemos sin cansarnos jamás de esperar.
Con estos sentimientos, abrazo y
saludo con afecto a la delegación del patriarcado ecuménico de Constantinopla,
que ha venido para celebrar con nosotros la memoria litúrgica de san Pedro y
san Pablo. Gracias, venerados hermanos, por vuestra presencia y vuestra cordial
participación en esta solemne celebración litúrgica. Que el Señor nos conceda
llegar cuanto antes a la unidad plena de todos los creyentes en Cristo.
Que nos obtengan este don los
apóstoles san Pedro y san Pablo, a quienes la Iglesia de Roma recuerda en este
día, en el que se hace memoria de su martirio y, por eso, de su nacimiento a la
vida en Dios. Por el Evangelio aceptaron sufrir y morir, y llegaron
a ser partícipes de la resurrección del Señor. Su fe, confirmada por el
martirio, es la misma fe de María, la Madre de los creyentes, de los Apóstoles,
de los santos y de las santas de todos los siglos.
Hoy la Iglesia proclama nuevamente su
fe. Es nuestra fe, la fe inmutable de la Iglesia en Jesús, único Salvador del
mundo; en Cristo, el Hijo del Dios vivo, muerto y resucitado por nosotros y por
la humanidad entera.