Hoy, primer domingo de adviento, primer
día del año cristiano, el evangelio coincide en toda su segunda parte (Lc
34-36) con el evangelio de ayer, último día del año.
Celebrando la segunda venida de Cristo,
parece decirnos la liturgia, nos preparamos para recibirle tal como vino en su
primera venida, que es lo que celebramos en la Navidad.
Terminaba ayer el evangelio con las
palabras "manteneros en pie ante el Hijo del hombre", y hoy vuelve a
terminar de la misma manera. Nos empujaban ayer a acercarnos a María, que es
quien, en medio de las "inquietudes de la vida", nos ayuda a
permanecer, como ella al pie de la cruz, junto al Señor. Con el mismo evangelio
parece que el Señor nos dice que en este nuevo adviento nos peguemos a la Madre
y de su mano hagamos el recorrido de cuatro semanas que nos llevará a la
humildad de la cueva de Belén.
La fiesta de la Inmaculada, puesta
estratégicamente a comienzo del adviento, parece querer decirnos lo mismo.
Junto a ella nada pueden "el estruendo del mar y el oleaje". Ella nos
ayuda a celebrar la primera venida de Jesús ansiando y esperando la
segunda.
Por eso el sentimiento que puede llenar
nuestro corazón en la oración de la mañana es de confianza. Así empieza la misa
de hoy: "A ti levanto mi alma, Dios mío, en ti confío". Y lo
repetiremos en el salmo: "A ti, Señor, levanto mi alma".
En medio de los agobios de este final de
trimestre, cuando se nos agolpan el trabajo, los estudios, las tareas
apostólicas, elevemos el corazón a Dios, suspiremos por el encuentro con el
Señor:
¡Marana tha! ¡Ven, Señor Jesús!