Nos acercamos al Señor en esta oración
con una filial y emocionada mirada a María, la Virgen. A Ella la miramos con
especial amor para recordar este momento entrañable en la vida de la Niña
María que la Iglesia nos invita a celebrar y contemplar, ya desde el
siglo VI.
Sus padres, Ana y Joaquín, en un acto de
fe quisieron darle gracias a Dios por su nacimiento. La liturgia bizantina
la trata como "la fuente perpetuamente manante del amor, el templo
espiritual de la santa gloria de Cristo Nuestro Señor".
En Occidente, se la presenta como el
símbolo de la consagración que la Virgen Inmaculada hizo de sí misma al Señor
en los albores de su vida consciente.
Este episodio de la Virgen María aparece
en un libro apócrifo, el “protoevangelio de Santiago”. Pero, como siempre,
quien manda es el pueblo cristiano. Desde siempre la espiritualidad y la piedad
popular han subrayado la disponibilidad de María ante los mandatos e insinuaciones
del Señor Dios.
Por eso, tanto en Occidente como en
Oriente esta fiesta tuvo en seguida un éxito resonante entre todos los
cristianos.
Mirándola descubrimos que María estaba
destinada a ser un templo vivo de la divinidad. Es una escena que no puede ser
más sencilla: "Sus padres, en un acto de fe y de cortesía, quisieron darle
gracias a Dios por el nacimiento de esta niña". Por eso la ofrecen,
la presentan para consagrársela de por vida.
Un himno de la liturgia de este día
dice:
Tu presentación,
princesa María,
de paz y alegría
llena el corazón.
princesa María,
de paz y alegría
llena el corazón.
De Dios posesión
y casa habitada,
eres la morada
de la Trinidad.
y casa habitada,
eres la morada
de la Trinidad.
En Ella la Trinidad se escogió su
morada. Ella nos invita, tiernamente, a ofrecernos, a presentarnos ante Dios.
Para ser, como cristianos, del todo suyos.
No hay cristianismo donde la Virgen está
ausente. El Señor ha venido a través de ella. Y es a través de ella como sigue
viniendo.
“Un corazón que no dé a la Virgen el
primer lugar entre todos los seres creados no estaría en comunión con el
corazón de Nuestro Señor Jesucristo: no latiría al unísono con él”. (P.
Faber)
En nuestra humilde oración, a la humilde
sierva, le pedimos con insistencia: ¡Poderosísima y buenísima Madre nuestra, te
pedimos un milagro: entrar por el camino de la santidad! Ese camino es el que
Ella nos anima a seguir a cada uno de nosotros.
Entre las posibles lecturas de este día,
las seleccionadas para nuestra oración, nos conducen a unirnos al cántico de
alabanza y de gratitud del Magníficat. En las palabras de María
estamos leyendo ya un anticipo de las bienaventuranzas y una visión de la
salvación que rompe todos los moldes establecidos.
Es, sin duda, el mejor retrato de
María que tenemos.
Hemos de reconocer que este cántico es,
ante todo, un estallido de alegría. Las cosas de Dios parten del gozo y
terminan en el entusiasmo. Dios es un multiplicador de alegrías, viene a
llenar, no a vaciar. Pero ese gozo no es humano. Viene de Dios y en Dios
termina.
María anuncia lo que su Hijo
predicará en las bienaventuranzas: que él viene a traer un plan de Dios
que es Salvador.
Recordamos, al contemplarla tan
pequeñita, tan encantadora, que esta propuesta de Dios ha contado con ella.
María ha dado el «sí» definitivo a la acción divina.
Cada uno somos invitados a dar también
ese “si”, a presentarnos con toda nuestra pequeñez ante El y a ofrecernos, en
el silencio y la humildad, por la salvación del mundo.