Hoy nos ayuda para nuestra oración, la
homilía de san Juan Pablo II el Magno, en la MISA PARA LOS LAICOS DE LA
DIÓCESIS DE ROMA DEDICADOS AL APOSTOLADO, en la fiesta de la Solemnidad de
Cristo Rey, Domingo 23 de noviembre de 1980.
1. Regnavit a ligno Deus!
El texto evangélico de San Lucas, que se
acaba de proclamar, nos lleva con el pensamiento a la escena altamente
dramática que se desarrolla en el "lugar llamado Calvario" (Lc 23,
33) y nos presenta, en torno a Jesús crucificado, tres grupos de personas que
discuten diversamente sobre su "figura" y sobre su "fin".
¿Quién es en realidad el que está allí crucificado? Mientras la gente común y
anónima permanece más bien incierta y se limita a mirar, los príncipes, en
cambio se burlaban, diciendo: A otros salvó, sálvese a sí mismo, si es el
Mesías de Dios, el Elegido" (...) Estaban, además, los dos malhechores, en
contraste entre sí, al juzgar al compañero de pena: mientras uno, blasfemaba de
él, recogiendo y repitiendo las expresiones despectivas de los soldados y de
los jefes, el otro declaraba abiertamente que Jesús "nada malo había
hecho" y, dirigiéndose a Él, le imploraba así: "Señor,
acuérdate de mí, cuando estés en tu reino" (...)
2. Esta escena os es bien conocida,
hermanos e hijos queridísimos, y no necesita otros comentarios. Pero es muy
oportuno y significativo y, diría, es muy justo y necesario que esta
fiesta de Cristo-Rey se enmarque precisamente en el Calvario. Podemos
decir, sin duda, que la realeza de Cristo, como la celebramos y meditamos también
hoy, debe referirse siempre al acontecimiento que se desarrolla en ese monte, y
debe ser comprendida en el misterio salvífíco, que allí realiza Cristo: me
refiero al acontecimiento y al misterio de la redención del hombre. Cristo
Jesús —debemos ponerlo de relieve— se afirma rey precisamente en el momento en
que, entre los dolores y los escarnios de la cruz, entre las incomprensiones y
las blasfemias de los circunstantes, agoniza y muere. En verdad, es una realeza
singular la suya, tal que sólo pueden reconocerla los ojos de la fe: Regnavit a
ligno Deus!
3. La realeza de Cristo, que brota de la
muerte en el Calvario y culmina con el acontecimiento de la resurrección,
inseparable de ella, nos llama a esa centralidad, que le compete en virtud de
lo que es y de lo que ha hecho. Verbo de Dios e Hijo de Dios, ante todo y sobre
todo, "por quien todo fue hecho", como repetiremos dentro de poco en
el Credo, tiene un intrínseco, esencial e
inalienable primado en el orden de la creación, respecto a la cual es la causa
suprema y ejemplar. Y después que "el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros" (Jn 1, 14), también como hombre e Hijo del hombre, consigue un
segundo título en el orden de la redención, mediante la obediencia al designio
del Padre, mediante el sufrimiento de la muerte y el consiguiente triunfo de la
resurrección.
Al converger en El este doble primado,
tenemos, pues, no sólo el derecho y el deber, sino también la satisfacción y el
honor de confesar su excelso señorío sobre las cosas y sobre los hombres que,
con término ciertamente ni impropio ni metafórico, puede ser llamado realeza. "Se
humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le
exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús
doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y
toda lengua confiese que Jesucristo es Señor" (Flp 2, 8-11). Este
es el nombre del que nos habla el Apóstol: es el nombre de Señor y vale para
designar la incomparable dignidad, que compete a Él solo y le sitúa a Él solo
—como escribí al comienzo de mi primera Encíclica— en el centro, más aún, en el
vértice del cosmos y de la historia. Ave Dominus noster! Ave rex
noster!
4. Pero queriendo considerar, además de
los títulos y de las razones, también la naturaleza y el ámbito de la realeza
de Cristo nuestro Señor, no podemos prescindir de remontarnos a esa potestad
que El mismo, cuando iba a dejar esta tierra, definió total y universal,
poniéndola en la base de la misión confiada a los Apóstoles: "Me
ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas
las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado" (Mt 28,
18-20). En estas palabras no hay sólo —como es evidente— la
reivindicación explícita de una autoridad soberana, sino que se indica además,
en el acto mismo en que es participada por los Apóstoles, una ramificación suya
en distintas, aun cuando coordinadas, funciones espirituales. Efectivamente, si
Cristo resucitado dice a los suyos que vayan y recuerda lo que ya ha mandado,
si les da la misión tanto de enseñar como de bautizar, esto se explica porque
El mismo, precisamente en virtud de la potestad suma que le pertenece, posee en
plenitud estos derechos y está habilitado para ejercitar estas funciones, como
Rey, Maestro y Sacerdote. (...)
Su reino, aun cuando comienza aquí abajo
en la tierra, nada tiene, sin embargo, de terreno y trasciende toda limitación
humana, puesto que tiende hacia la consumación más allá del tiempo, en la
infinitud de la eternidad.
5. A este Reino nos ha llamado Cristo
Señor, otorgándonos una vocación que es participación en esos poderes suyos que
ya he recordado. Todos nosotros estamos al servicio del Reino y, al
mismo tiempo, en virtud de la consagración bautismal, hemos sido investidos de
una dignidad y de un oficio real, sacerdotal y profético, a fin de poder
colaborar eficazmente en su crecimiento y en su difusión. Esta
temática, en la que ha insistido tan providencialmente el Concilio Vaticano II
en la Constitución sobre la Iglesia y en el Decreto sobre el Apostolado de los
Laicos (cf. Lumen gentium, 31-36; Apostolicam actuositatem, 2-3) os resulta
ciertamente familiar, queridísimos hermanos e hijos de la diócesis de Roma que
me estáis escuchando. (...)
ORACIÓN FINAL
Oh Dios, Padre de misericordia, cuyo
Hijo, clavado en la cruz, proclamó como Madre nuestra a santa María Virgen,
Madre suya, concédenos, por su mediación amorosa, que tu Iglesia, cada día más
fecunda, se llene de gozo por la santidad de sus hijos, y atraiga a su seno a
todas las familias de los pueblos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.