Seguimos bajo el impacto de la partida
al cielo de Abelardo. Hay fiesta en el cielo esta semana. Nos ayuda la imagen
de todo el cielo cantando junto con Abe la misericordia de Dios, dando así
gloria a su nombre santo.
Por eso hacer este rato de oración de
hoy resulta muy fácil. Resulta fácil ponernos en la presencia de Dios. Abe nos
ayuda a ello, porque ya está con él. Y así repetir, como él nos enseñaba las
tandas de ejercicios: que todas mis intenciones, acciones y operaciones
sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina majestad.
Y es también fácil, porque hoy ayudan
bastante, hacer oración de las lecturas de la misa.
La primera, del libro de Daniel, va
dirigida no solo al rey Baltasar, hijo de Nabucodonosor, sino también a todos
nosotros. Porque de una u otra forma en nuestra vida hacemos mucho de lo que
aquí se cuenta. Hemos falseado las cosas de Dios, le hemos utilizado para
nuestros fines, podemos habernos aprovechado muchas veces de nuestra fe para
justificar nuestro propio egoísmo, nuestros escaqueos de entregarnos a los
demás justificándolo en dedicarnos al Señor. Podemos habernos hecho dioses de
oro y plata, de bronce y hierro, de piedra o de madera. Ídolos que ocupan
nuestra mente y nuestra vida y desplazan el mensaje del evangelio, la amistad
personal con Jesús o la entrega generosa a los que nos necesitan. Nos hemos
rebelado contra el Señor del cielo, no hemos aceptado su voluntad, hemos
rehusado aceptar el último lugar, nos hemos rebelado ante nuestras miserias y
hemos querido resolver nuestra vida sin contar con él.
Baltasar no fue capaz de reconocer su
error y volverse hacia Dios pidiendo misericordia. Sin embargo, Jesús ha
intercedido ya por nosotros y ha volcado con creces su misericordia en nuestra
vida. Gratitud, confianza, entrega, deben brotar de nuestro corazón.
El evangelio de hoy es una llamada a la
confianza en medio de las dificultades, a vivir sin miedo nuestra fe. Porque
deseamos poner nuestra confianza solo en Dios, porque miramos nuestras manos
vacías y las vemos llenas de los dones de Dios, porque María nos empuja a dejar
de miramos a nosotros mismos, podemos confiar, dando testimonio, en medio de
pruebas y contradicciones, del amor de Dios que quiere derramar sobre todos.
Confianza: ni un cabello de nuestra
cabeza perecerá, por la perseverancia salvaremos nuestras almas y las de los
que nos rodean, y las de tantos que no conocemos. En el cielo descubriremos un
panorama impresionante de gracias que se han derramado cada vez que hemos
reconocido ante el Señor nuestra impotencia y le hemos pedido que sea Él y no
nosotros el que dirija nuestra vida.
Que sintamos cerca ese amor de Dios que
Abe, incansable, no se cansó de predicar, y, sintiéndolo muy cerca de cada uno,
sigamos su ejemplo y vivamos hoy todo el día desde el corazón de María, muy
cerquita de san José.