Antes de empezar nuestro rato de oración,
sería bueno preguntarse: ¿A quién voy a ver? ¿Qué voy a hacer?
Después empezaremos nuestro rato
exclusivo con el Señor invocando al Espíritu Santo. Recordamos que siempre en
nuestro rato diario de oración estamos acompañados por la presencia maternal de
María. A san José, siguiendo un consejo del padre Morales, le pedimos por
nuestra perseverancia.
El evangelio de hoy refleja los consejos
que da el Señor sobre a quien se debe invitar a un banquete a casa. Señala
precisamente a aquellos que no te pueden devolver el favor, es decir, aquellos
que no tienen nada para darte a cambio. He aquí la gratuidad del banquete. Así,
cuando terminó de explicar esto, uno de los comensales dijo a Jesús: “¡Dichoso
el que pueda comer en el reino de Dios!”. El Señor le responde con una
parábola, sin explicaciones, sobre este hombre que da una gran cena con muchos
invitados. Pero los primeros invitados no quisieron ir a la cena, no les
importaba ni la cena ni la gente que había allí ni el señor que les invitaba: a
ellos les importaban otras cosas. Despreciaban el banquete del Señor y
preferían otros diosecillos. Aquel hombre que invitaba a un banquete, es una
imagen de Dios-Padre.
Unos detrás de otro empezaron a
excusarse, el primero le dijo:” He comprado un campo”; otro: “He
comprado cinco yuntas de bueyes”; otro: “me he casado”. Son
las disculpas, que siempre ponemos, para no seguir del todo al Señor.
Cuando entierre a este muerto
te seguiré. Si alguna vez enterramos al primero, habrá un segundo y un
tercer muerto. Nosotros siempre encontraremos disculpa para no entregarnos del
todo al Señor. Preferimos hacer algo por el Señor, por si hay algo de eso de la
vida eterna, pero al mismo tiempo invertir algo en los diosecillos de aquí
abajo, no vaya a ser que lo de la vida eterna, no lo haya entendido muy
bien. Navegamos, entre dos aguas. Ponemos una vela a Dios y otra al
mundo.
Los santos lo tuvieron claro: ¿De
qué te sirve ganar todo el mundo, si al final pierdes tu alma?, decía
Ignacio a Javier.
El Señor, nos dice en el evangelio, que
la llamada a participar en su banquete es un don y ese don, si no lo valoramos,
puede dárselo a otros, que quizás lo valoren más que nosotros.
Acojámonos a su Misericordia, su
Misericordia no se cansa nunca de estar llamándonos siempre, su paciencia es
infinita.
Tratemos estas cosas, con el Señor
crucificado y pidamos la gracia de desear su invitación, estar agradecidos
cuando nos llame a su banquete, sentirnos pobres de que no vamos a poder
devolverle nada. Que nuestro corazón aspire a ser imagen del suyo: “un
corazón amante sin exigir retorno, gozoso de desaparecer en otro corazón, que
no se cierre ante la ingratitud, ni se canse ante la indiferencia” (P.
Morales).