Estos días se yergue portentosamente
ante nosotros en la liturgia, cuando leemos la primera lectura, la figura
grandiosa de Pablo. Cristo resucitado, Cristo glorioso se acerca tumbativamente
a San Pablo. Le derribará del caballo y de su idea de un salvador crucificado
en la cruz. Pero es que la gloria va unida al padecer. Cristo que
resucita se presenta como el crucificado. Como el varón de dolores, como el
siervo sufriente. Ese Mesías esperado también se presenta a Pablo como persona
divina, nunca lo podía haber sospechado. Se presenta también sufriente en sus
miembros que el persigue. El que únicamente habiendo resucitado puede vivir
realmente en su Iglesia, en su cuerpo místico.
Esa realidad le sobrecoge aún más cuando
se le presenta a él que es su perseguidor y no se le borrará de la memoria,
cuando él pase de perseguidor a perseguido.
Hoy aparece así en la primera lectura.
Va a poder padecer con Él en sus padecimientos. Él entiende que puede completar
lo que le falta a su pasión.
Nos impulsa también San Pablo a llevar a
Cristo a los demás. Él, el gran apóstol de los gentiles. Ahora desde nuestros
hogares o cuando salgamos. Es necesario anunciar que Cristo está vivo, que
puede dar sentido a nuestras vidas. Un sentido mayor al que cualquier filosofía
o religión hubiera soñado, el de participar de su gloria.
Nos dice el Evangelio Jesús que va al
Padre, que Él y el Padre son uno. Que nosotros participaremos en esa
unidad. Participaremos de su Gloria.
De ahí que podamos rezar en la oración
con el Salmo. Que todas tus criaturas Señor proclamen la gloria de tu reinado.
La gloria de la que seremos partícipes. Proclame mi boca la alabanza del
Señor. Y así cuando la hagamos nuestra, la proclamemos con nuestra vida
que ya participa de Su presencia.