Orar en tiempo
de Pascua es zambullirse en el corazón de Cristo resucitado, abierto y
encendido en amor por nosotros. Para que así sea pidamos la fuerza del Espíritu
Santo, que renueva nuestros corazones, a veces heridos, y nos enciende en el
fuego de su amor.
Amor entregado
hasta el fin. En una presencia visible para los que compartieron su tiempo en
esta tierra, presencia escondida pero real, para todos, en adelante y en todos
los tiempos. ¡Qué bellísimo designio de amor el suyo!
Este jueves ha
sido durante mucho tiempo el día en que celebrábamos la fiesta de la Ascensión,
que ahora se ha traslada al próximo domingo.
Con todo, el
tono de la lectura evangélica está impregnado del mismo espíritu de despedida
de Jesús, que, por otra parte, llena todo el discurso de la última cena.
Los apóstoles
no entienden de momento las palabras de Jesús: «dentro de poco ya no me
veréis», que luego ya se darían cuenta que se referían a su muerte inminente,
«y dentro de otro poco me volveréis a ver», esta vez con un anuncio de su
resurrección, que más tarde entenderían mejor.
Ante esta
próxima despedida por la muerte, Jesús les dice que «vosotros lloraréis y el
mundo se alegrará». Pero no será ésa la última palabra: Dios, una vez más, va a
escribir recto con líneas que parecen torcidas y que conducen al fracaso. Por
siempre la última palabra la tiene el amor. Y Jesús va a seguir estando
presente, aunque de un modo más misterioso, en medio de los suyos.
Las ausencias
de Jesús nos afectan también muchas veces a nosotros. Y provocan que nos
sintamos como en plena oscuridad. Sólo la fe nos asegura que la ausencia de
Jesús es presencia, misteriosa pero real. Son las ausencias y presencias en las
que nos movemos.
Nos resulta
cuesta arriba entender el camino hacia la muerte. Nos gustaría una Pascua sólo
de resurrección. Pero la Pascua la empezamos ya a celebrar el Viernes Santo.
Hay momentos en que «no vemos», y otros en que «volvemos a ver».
Celebrando la
Pascua debemos crecer en la convicción de que Cristo y su Espíritu están
presentes y activos, aunque no los veamos. La Eucaristía nos va recordando
continuamente esta presencia. Y por tanto no podemos «desalentarnos», o sea,
perder el aliento.
Con María, la
llena del Espíritu Santo, aprendamos a ser dóciles a sus inspiraciones, fieles
en el seguimiento de Cristo y verdaderos hijos del Padre.