Ven Espíritu Santo… ilumina nuestras
inteligencias, fortalece nuestras voluntades, enciende nuestros corazones en el
fuego de tu Amor.
Santa María, concédenos tus ojos para
mirarle, tus oídos para escucharle, tu Corazón para amarle.
Permíteme una pregunta a bocajarro, con
ánimo de hacerte despertar, o incluso sangrar, al inicio de esta oración: ¿Estás
salvado?
Quizá de nuestras sesiones de catecismo
de la 1ª Comunión recordemos la respuesta: “sí, claro”, responderemos muchos. E
incluso la digamos convencidos, como quien enuncia un teorema matemático. Una
teoría aprendida.
Vamos con otra pregunta al inicio de
esta oración: ¿de qué te ha salvado Jesucristo?
(Conviene que te detengas mirando al
sagrario si estás en una capilla, o cerrando los ojos y recogiéndote en tu
interior, donde Él habita, y trates de responder desde la sinceridad).
Si te viene a la cabeza y al corazón
algo concreto, y un sentimiento de gratitud, la respuesta a la primera pregunta
será sí ciertamente. En caso contrario, hablaremos de oídas,
de teorías, incluso de una ideología, como tantas otras, no del Evangelio de
Jesucristo.
Y si has llegado hasta aquí, acepta,
delante de Dios (eso es la oración, un diálogo vivo con Él, no un pensar uno mismo
en ideas) una tercera pregunta: ¿vivo como un salvado?
Si no tengo la experiencia de haber sido
salvado, aspiraré a ser simplemente una buena persona, pero no podré aspirar a
la santidad. O de hecho, habré renunciado a ella, aunque hable de ella. Sólo
quien se sabe salvado, vive como resucitado. Solo quien ha pasado por la
muerte, y ha vuelto a la Vida, vive de la Gracia, no de sus fuerzas o de sus
planes.
Benedicto XVI, en el angelus del 12 de
febrero de 2012, comentó la escena del leproso que súplica con humildad a Jesús
ser curado. Te invito a que entres en ella, y como si presente te hallaras,
trates de reflectir sobre ti mismo para sacar algún provecho:
Mientras Jesús estaba predicando por las
aldeas de Galilea, un leproso se le acercó y le dijo: «Si quieres, puedes
limpiarme». Jesús no evita el contacto con este hombre; más aún, impulsado por
una íntima participación en su condición, extiende su mano y lo toca —superando
la prohibición legal—, y le dice: «Quiero, queda limpio». En ese gesto y en
esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, está encarnada
la voluntad de Dios de curarnos, de purificarnos del mal que nos desfigura y
arruina nuestras relaciones. En aquel contacto entre la mano de Jesús y el
leproso queda derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, entre lo
sagrado y su opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa, sino para
demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso más que
el más contagioso y horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras enfermedades, se
convirtió en «leproso» para que nosotros fuéramos purificados.
Señor, sálvame de la indiferencia, del
rencor, de la avaricia, del abuso de poder, de la impureza, de la vanagloria,
del narcisismo, del miedo al fracaso o a la soledad, o simplemente del
conformismo de ser una buena persona. Señor, si quieres, puedes
salvarme….
Dejarme mirar por Jesús con ternura, en
silencio, el tiempo se para, me cubre con su amor, y responde: “quiero, queda
limpio”.