Este domingo la Iglesia celebra la
solemnidad de la Santísima Trinidad, el misterio de fe más grande que podemos
decir que ha sido revelado poco a poco. Es difícil hacer una composición de
lugar imaginable, por lo que os propongo, para comenzar un gran deseo: sentir
la presencia de la Trinidad en nosotros. Te puede ayudar recordar el rito de
entrada de la misa, repítelo despacio muchas veces: la gracia de
Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo
esté… conmigo, aquí, muy dentro de mi corazón; ahora y siempre.
La primera lectura nos muestra a Moisés
en oración, delante de Dios, de madrugada en lo alto del Sinaí. Moisés pronunció
el nombre del Señor. Los cristianos nos ponemos en la presencia de
Dios diciendo: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Muchas
veces, casi como un acto reflejo de búsqueda de protección, de reconocimiento,
de debilidad, de sumisión, de devoción…, en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo. En la oración del Sinaí, se nos revela un abismo entre Dios
y el hombre, entre los atributos de Dios: Señor, Señor, Dios compasivo
y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Y los
del hombre: ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y
pecados y tómanos como heredad tuya. Quédate un buen rato meditando
este contraste de cualidades y este misterio de predilección, de amor. Dios que
es amor, que es Padre; el Hijos que es manso y humilde de corazón y el Espíritu
Santo que es luz, fuente, descanso, consuelo, fuerza, salud, ánimo… Esto no se
entiende con la pura inteligencia, es necesario orarlo, pasarlo por el corazón.
Somos vasijas de barro que contienen a la Trinidad, estamos consagrados a
Ellos.
Y el Evangelio insiste en la
revelación de la naturaleza de Dios, su relación con el Hijo y el deseo de
nuestra salvación. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único
para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida
eterna. La consecuencia del amor trinitario, entre las tres Personas
divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo es el amor a la humanidad, a todos y a
cada uno de nosotros. Es el deseo de que todos se salven, que lleguen a la
plenitud de vida en el Espíritu. Para ello, el Hijo se hace visible, se encarna
y se hace a la vez que comprensible, alimento, fuerza, camino, verdad y vida.
¡Qué gran demostración del amor que el Padre nos tiene! Nos ha puesto fácil el
camino que nos conduce hasta Él, el camino de la fe en su Hijo Jesucristo. Ya
nadie puede decir como el apóstol Felipe: muéstranos al Padre, y nos
basta. Pues en la misma humanidad de Jesús, está la imagen perfecta de
Dios, y la revelación del plan de salvación para todos.
Meditando este misterio, creo que es
fácil la oración de alabanza, de gratitud. ¡La Santísima Trinidad vive en mí,
qué alegría y qué fuerza sentir que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo
habitan en mi alma! ¡Qué alegría saberse creado para alabanza de
la gloria de Su gracia que gratuitamente ha impartido sobre nosotros en el
Amado! (Ef 1,6)
Feliz y santa oración.