Oración directa a Dios:
¡Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu
rostro! Que no brille nuestro rostro, sino que brille el tuyo, y el nuestro sea
apenas su reflejo. Sí, ya sé que cuanto más limpio esté el mío más brillarás
tú, como un espejo limpio que devuelve mejor la imagen que se refleja.
¡Tú eres la luz del mundo…! Claro, y nosotros pequeñas
velillas que nos toca alumbrar por los rincones de ese mundo que tanto amas… y
tanto amamos. No el mundo ese mundano, superficial e incluso malévolo, sino el
mundo formado por tantas personas, por cada persona: por cada niño y cada
joven; por cada engendrado, aunque todavía no nacido y por la viuda; por cada
hombre y por cada mujer que se aman; por cada mendigo y cada peregrino…
Y si somos luz, Señor, tendremos que serlo con salero.
Una luz vibrante, divertida, bailona…, que alumbra de sobra a todos, pero no
deslumbra a nadie. Una sal que sazona todo, pero que no lo deja demasiado
salado.
Porque tú, Señor, eres alegría, gozo y consuelo… y por
eso “has puesto en mi corazón más alegría que si abundara
en su trigo y en su vino”. Es más, tenemos tanta
alegría porque abunda en nosotros también el trigo y el vino de tu Eucaristía.
Eso sí que alegra nuestro corazón y aumenta nuestra reserva de sal. Esa sal que
se guarda en grandes almacenes para cuando hay que echarla en las carreteras
nevadas y así puedan circular nuestros hermanos los hombres. Aunque tengamos
que ser pisados por ellos tantas veces, no nos importa si eso les ayuda a
llegar a un buen destino… A ti, Señor, que eres la mejor meta para todo hombre.
Tú nos lleves a todos a ese lugar donde “la orza
de harina no se vaciará y la alcuza de aceite no se agotará”.
“Ten piedad de mí y escucha mi oración”.
Amén.