Busquemos en este día tener un intenso
momento de oración, puestos en la presencia de Dios, que puede tener de fondo
la última frase del evangelio:
«Él tomó nuestras dolencias y cargó con
nuestras enfermedades.»
Hemos estado los últimos días en la misa
siguiendo las desventuras del pueblo de Israel, primero en Samaria y después en
Judea. Como fueron conquistados, deportados, arrasados, destruidos,
empobrecidos. Hoy el libro de las lamentaciones resume el estado en que ha
quedado el pueblo, Jerusalén.
Quizás muchas veces nos hemos sentido así
nosotros mismos, quizás en estos meses de confinamiento han venido sobre
nosotros desgracias exteriores o interiores, y nos hemos sentido como el
profeta que se lamenta.
Puede que incluso hayamos caído en la
tentación del engaño, de las visiones falsas, como las que ofrecían los
profetas al pueblo en Jerusalén, en lugar de denunciar sus culpas. ¡Cuántas
veces intentamos justificar nuestras perezas, desganas o ingratitudes! Otras
hemos escondido la cabeza, como el avestruz, hemos huido de los problemas, no
hemos sido capaces de coger el toro por los cuernos.
Pero hoy viene la Palabra de Dios a
alentarnos, a darnos de nuevo claves que reactiven nuestra alma. La receta es
clara: mirar al Señor, no a nosotros, mirarle y gritarle. Con toda el alma, con
lágrimas, pidiendo por nosotros y por los que tenemos cerca, por los que
sentimos que lo necesitan porque andan sin Dios, sin esperanza, moribundos por
las calles, sin un sentido para sus vidas. Gritar con el salmo 73: No olvides,
Señor, la vida de tus pobres. No te olvides, Señor.
Ponernos bajo el manto de la Virgen,
cerca de su corazón inmaculado, para rogar desde ahí al corazón de Cristo. De
la Madre misericordiosa al Dios de la misericordia.
Recordemos la escena del centurión y no
nos cansemos de repetir lo que tantas veces decimos, en cada eucaristía: Señor,
yo no soy digno de que entres en mi morada, más di una sola palabra, más di una
sola palabra, y mi alma quedará sana, quedará sana, como la de aquel criado del
centurión.
En estos días el evangelio también nos
está ofreciendo claves de confianza, en línea con el mes del Corazón de Jesús
que estamos terminando. Peticiones al Señor que se ven desbordadas por su
generosidad. Vemos al final de la lectura de hoy que Jesús sigue curando: a la
suegra de Pedro, a los endemoniados, a los enfermos. Pero la última frase nos
revela un poco esa labor de Cristo:
«Él tomó nuestras dolencias y cargó con
nuestras enfermedades.»
No se evaporan, no desaparecen, sino que
él las toma, las echa a sus espaldas, las asume, las redime, las renueva, las
resucita. Lo hace en cada eucaristía, donde de nuevo nos hacemos presentes al
Misterio de su pasión, muerte y resurrección.
Por tanto, que le miremos, que le
gritemos, que le pidamos, sabiendo con certeza que lo hizo y lo sigue haciendo:
«Él tomó nuestras dolencias y cargó con
nuestras enfermedades.»