Tras ponernos en la presencia de Dios y ofrecerle todo el día, lo hecho o lo que queda por hacer, lo vivido, lo que nos espera, nuestros anhelos y esperanzas, y repetir con san Ignacio la súplica de cada día: “Señor, que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de tu divina majestad”, vamos a llenarnos de paz leyendo las lecturas que hoy nos ofrece la liturgia de la Iglesia.
Son de nuevo una llamada al amor, el
amor entre esposo y esposa, reflejo del amor de Cristo a su iglesia y de la
Iglesia a Cristo, gran misterio, como nos recuerda san Pablo, que habla de la
altísima dignidad del matrimonio en el plan de Dios. El amor entre el bautizado
y Cristo es también un reflejo del amor entre Cristo y su iglesia. Como Cristo
está unido a su Iglesia está unido a cada uno de sus miembros, a cada uno de
nosotros.
Pidamos hoy en la oración sentir en el
fondo del corazón ese amor de Dios, que nos lleve a exclamar con el salmo:
dichosos los que temen al señor y siguen sus caminos.
Jesús nos invita a seguir su camino, a
imitar su ejemplo de amor y entrega. Esa es la manera de extender su reino,
porque ese amor de Cristo que debe irradiar de nuestros corazones es como esa
levadura, como ese grano de mostaza de los que nos habla hoy el evangelio. Una
bomba de efectos retardados, pero no por ello menos eficaces.
Que no nos cansemos de derrochar amor,
entrega, generosidad. Al darnos no perdemos nada, sino que crecemos, y vamos
sembrando granitos de mostaza que crecerán y albergarán, darán cobijo, a muchos
que a nuestro alrededor necesitan conocer el verdadero amor.
Vamos a pedírselo así a María, Madre del Divino Amor.